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Aniversario de Lima: Federico Cabeza, administrador de El Cordano, lucha por mantener en pie su tradición [Fotos]

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Llegó a trabajar un 23 de agosto de 1975. Hoy tiene 63 años, de los cuales 41 se le han pasado trabajando en este tradicional bar restaurant.

Esteban Acuña

Esteban Acuña

@estebanbigotes

Federico Cabeza, uno de los trabajadores más antiguos de El Cordano y actual administrador del local, sabe muy bien que ya nada es como antes. Él es de esas personas que hace honor a esa frase que dice que todo pasado fue mejor. Hoy tiene 63 años, de los cuales 41 los ha pasado trabajando. (Llegó un 23 de agosto de 1975, cuando tenía 21 años, más por necesidad que por vocación). Empezó como barman, luego hizo de mozo, después estuvo en caja, y también en la cocina. Es uno de los pocos que, según sus propias palabras, “se ha dado vuelta el local”.


A Federico se le ha pasado la vida trabajando en El Cordano. Y lo digo así porque él mismo me dijo que intentó bastante tiempo concretar algunos de sus planes —como estudiar fotografía o inglés— hasta que un día conoció a su actual mujer y tuvo hijos, y debió cumplir con las obligaciones familiares y sus aspiraciones estudiantiles desaparecieron. Entonces se dio cuenta que ya tenía 30 años. Me lo dijo sin remordimiento, como todo hombre que sabe que “las cosas no son siempre como uno quiere”.


[El Cordano: Un espacio con la historia y sazón de nuestra ciudad]

Para Federico –como la vida le ha demostrado que no tenemos la certeza de nada, o de casi nada–, lo único que realmente importa es el presente. De hecho, parte de su trabajo consiste en eso: traer el pasado al presente una y otra vez, porque así se lo piden los turistas y algunos clientes (así como yo mismo se lo pedí esta vez). De cierto modo, no puede ser de otra manera viniendo de un bar-restaurante que se jacta de su propia tradición (y la tradición no es otra cosa que mantener vivo el pasado en el presente, generación tras generación).

En los 41 años que Federico ha trabajado en El Cordano ha atendido a importantes políticos, pero recuerda especialmente a los más campechanos: Fernando Belaunde Terry y Alan García. El primero, un caballero que sabía saludar a todo el mundo con un abrazo. Lo recuerda apoyado en el mostrador del bar tomando una cocacola personal a pico de botella, mientras su personal lo buscaba desesperado por todos lados. El segundo, un hombre muy cortés, pero sobre todo comelón: de entrada, pan con jamón del norte. De fondo: tacu-tacu montado con carne apanada, luego crema volteada y su café expreso.

En cuanto a los artistas, Federico mencionó rápidamente a varios de los que tuvo oportunidad de atender y conocer: el pintor Víctor Humareda. Los poetas de Hora Cero. El mimo Jorge Acuña. El actor Ricardo Fernández. El humorista Melcochita. El nobel Vargas Llosa. Y también a otras figuras como Humberto Martínez Morosini y Raúl Vargas (quien fue cliente permanente hasta que le prohibieron el pisco sour).


EL CORDANO Y EL PASADO
No recuerdo quién decía que si queremos conocer de verdad una ciudad, debemos empezar por visitar sus bares. Porque es en estos lugares donde podemos sopesar el verdadero temperamento de su gente, con toda su espontaneidad. Pero yo no sé si partir por El Cordano sea una buena manera de empezar a conocer Lima. Es que cuando estamos allí, entremedio de sus columnas de madera y su piso de granito, es como si no estuviéramos realmente en esta ciudad frenética tal y como la conocemos.

El principal atractivo de El Cordano es conservar su tradición. Pero hay cosas que, irremediablemente, no pueden dejar de cambiar. La lista de Francisco es larga: Antes los trabajadores eran disciplinados, hoy —asegura— son demasiados exigentes (de los 23 jóvenes que Federico tiene a su cargo admite que no se siente a gusto con ninguno). Sobre sus clientes, Federico asegura que antes sabían marinar una carne roja con un buen vino tinto, o un aperitivo con un buen pisco sour. Ahora —dice— creen saberlo todo, pero no tienen cultura. Antes frecuentaban el local grandes artistas. Ahora está convencido de que ya no quedan ni buenos escritores ni buenos pintores. Antes –insiste– existían políticos, “ahora solo vemos politiqueros”.

No es fácil manejar un restaurante con tanta tradición, me dice Federico Cabeza. Para él, un buen día se traduce en una jornada de trabajo sin recibir quejas de sus clientes. Eso lo pone contento. Un propósito bastante menor si tomamos en cuenta la cantidad de años que lleva trabajando. Federico ya no se molesta demasiado. Sabe muy bien que sostiene una lucha incesante contra el tiempo que no se detiene. Una lucha prácticamente perdida: la Lima de antaño se fue para siempre.


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