23.ABR Martes, 2024
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Opinión

Un relato a cuatro manos. Un joven aprendiz y su maestro escriben sobre la nueva libertad.

El día que lo metieron en cana, le dijeron que saldría en libertad en cinco años, en cuatro, en tres, en dos. Le dijeron que muy pronto saldría si lograba olvidarse del tiempo mientras lo iba matando de a poquitos, hora por hora, día por día. Si hacía flores de papel periódico, si pintaba cuadros de enamorados besándose con fondo de atardeceres, barcos veleros, elefantes de yeso, si tejía alfombras, si cosía billeteras. Todo saldría bien si colaboraba, si asistía a sus terapias, si hacía caso. Pero, ¿qué hacía un chico como él en un lugar como ese? –se preguntaban, asombradas, las profesoras de los talleres. Ellas le dijeron que él, a primera vista, no parecía un recluso, que él parecía un chico bien, bien nacido, bien criado, que hasta tenía pinta de gente decente –porque era blanquito– y vaya que eso era tremenda suerte –a veces buena, a veces mala–, que un mejor destino le esperaría en esta vida, que mantuviera la fe. Le dijeron que tuviera paciencia. Saldría muy pronto con redención si agachaba la cabeza cuando lo reñían, si no contestaba mal a los técnicos, a los psicólogos, a los superiores, si se callaba, si no escondía un celular, ni una linterna, ni un paco de hierba, ni un plastilitro de chicha canera. Le dijeron que era inteligente, que tenía talento para las canciones y también para las palabras, que solo podría sacarles provecho si se portaba bien, si obedecía, si estudiaba. Los mil quinientos días pasaron arrastrándose como unos malditos gusanos. Los mil quinientos días infinitos, viscosos, agónicos, babosos. Hasta que un día llegó a buscarlo el hombre al que todos llamaban “el libertador” y le dijo que ya le faltaba poco, que salía en cinco meses, en cuatro, en tres, en dos. Cuando apenas faltaba un mes, comenzó su cuenta regresiva, pero, cuando el día señalado llegó, le dijeron que había habido un error, que había contado mal, que no era hoy, que todavía le faltaban veintiún días y entonces empezó su cuenta regresiva una vez más: 21, 20, 19… pero, cuando el día señalado llegó, le dijeron que había habido un error, que faltaba que llegara un papel de la región y al otro día le dijeron que había habido un error de ortografía, que habían escrito Lorenso con s y él era Lorenzo con zeta y al otro día le dijeron que había habido otro error y que habían llevado su orden de libertad a Ancón 1 y no a Ancón 2, que era donde él estaba y al otro día le dijeron que faltaba la firma del director y al otro día le dijeron que no podía salir porque era domingo y al otro día le dijeron que los lunes tampoco se daban libertades porque era el día de trámite administrativo y al otro día fue martes, día blanco, y Lorenzo, por fin, salió:

He traspasado las puertas del silencio, las puertas del olvido, he dejado atrás esa tormentosa paz para volver al ruido. Allá donde solo se oía pitos, candados y cadenas, allá donde el desayuno, el almuerzo, la cena eran tan predecibles como el grito de mi apellido todos los días al abrirse los cerrojos, allá donde dejo mares de inconformes caras de sosiego obligado, donde dejo los ríos de sudor intoxicado de fuertes rutinas de ejercicios que aplacaban la melancolía. Allá, allá nació este afán de escribir, este afán de subir, este afán de ir al frente y tumbarme todo. Mis hermanos, mi mafia, me alientan desde adentro, me dicen ve con calma, que tú vas a llegar lejos.
Hoy estoy aquí. Las murallas derrumbé. Y mi lámpara alumbra y deslumbra.
El río que crucé. Todas las noches que lloré. Recordando las penurias y amarguras que pasamos. Hoy me encuentro bien.

Pienso en mi batería, que se queda. En los que, por momentos, pueden hacer que llegue a extrañar el encierro y en los que son capaces de envenenar a un hermano por un maldito billete. Los años pasaron.

Los candados se abrieron. “Ahí se va” _–dijeron, pero en dos minutos,
de nuevo, su codicia los enjauló. Nada me cuesta olvidarlos y seguir mi vida, pero su recuerdo me fortalece y me cuesta esta salida._

Siento que no hice suficiente, aún escucho el rugido de los silbatos en mi mente. Por más que me esfuerce, no podré borrarlos. Pero ahora los silbatos son de celebración, de payasos, de árbitros, de guachimanes, de policías de tránsito y ya no más de carceleros. Ahora puedo ignorar las nueve pe eme, hora del encierro, ignorar las seis a eme, hora del desencierro. Algún día volveré con canciones en mis manos y callos en mis letras, sangre de victorias que callamos con heridas aún abiertas.

Ahora me pregunto: cómo llegar lejos en la ciudad del eterno caos. Cómo llegar lejos si te toma cinco horas avanzar dos cuadras, cómo llegar lejos si nadie tiene sencillo, cómo llegar si hace calor, si hace frío, si reniego y ya no me río. Cómo llegar lejos si el chofer del patrullero orina encima de un mendigo dormido. La tarea es difícil: después de cinco años de nadar en una cubeta y sentirme capitán, al intentar nadar de nuevo por el mar original me faltan brazos pero no corazón y sigo a contracorriente, como siempre, como cuando buscaba ese riñón para mamá. Como cuando me lanzaba de la pluma del muelle al mar de La Punta con la marea alta, como cuando tuve por fin a mi hija en brazos –pequeña cachetona–, como cuando oía las sirenas y corría, como cuando me dijeron que mamá se moría, como cuando anoté el gol que nos dio el campeonato con mi tobillo a punto de romperse, como cuando tenía que aguantar el llanto para no mostrar debilidad, como cuando todos se fueron y me dejaron solo en el torbellino de mis dudas ahogándome en una copa de alcohol agridulce y una pastilla para dormir, como cuando se me acabaron las lágrimas y empezó el sufrimiento seco, como cuando la droga controlaba mis sentidos y metí todos mis besos en una botella y la lancé al infinito, como cuando gritaba “¿por qué?” y me contestaban “¿para qué?”, para qué lo haces, para qué lo dices, para qué lo gritas, para qué, para qué. Para eso, para que duden de sí mismos, para que me miren y escuchen a mi alma enfurecida de amor. Como cuando al freno le gritaba que no, como cuando era la única luz en la oscuridad, como cuando hice que papá nos dejara de golpear, como cuando mi familia me dijo: lo siento, Lorenzo, pero aquí ya no puedes estar.

Como cuando robé una pistola y le disparé al mar.


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