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Opinión

Vale decir, llenos de tareas. Es de lo que hablan, cada vez más, los chicos entre el final de la primaria y el último año de colegio. Entre ellos y con los adultos que se dignan a escucharlos. De que tienen que hacerlas, de la manera en que las hicieron, de cuánto les tomó. Los menos con la satisfacción de lo bien logrado, pocos con el alivio del deber cumplido y la mayoría llenos de rabia, frustración, preocupación o resignación.

¿Qué tiene que ver la educación con un mundo de alumnos abrumados con encargos sin ninguna relación entre ellos y muy poca con aquello que se quiere enseñar; y padres que se vuelven estudiantes libres de los cursos que siguen sus hijos o les alquilan otro equipo de profesores, paralelo al que ofrece la escuela?
¿Qué tiene que ver la educación con esas horas grises y largas dedicadas a ensamblar —a veces de manera creativa, las más en forma de copia y pega— información accesible en todo momento y por cualquier persona?

¿No se aprende nada? ¡Claro que sí! A hacer tareas. Cada quien con su estilo. Planificados, desordenados, responsables y transgresores van a afilar sus virtudes y arreglárselas para cumplir. Pero, ¿justifica todo el tiempo, logística, emociones y costo de oportunidad? No, de ninguna manera.

Una vez le pregunté a una adolescente que había hecho un gesto suicida cómo se imaginaba la muerte. “Es un lugar donde no te dejan tareas”, me contestó. Caso extremo, por cierto, pero ilustra ese atentado contra el aprendizaje y la salud mental que es la obsesión por llenar las tardes y noches de los alumnos con deberes escolares.

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