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Opinión

Un joven de 20 años me pregunta “¿a qué edad te vas a jubilar?”. “¿Por qué?”, inquiero. Con la mirada triste, responde que su padre, que lo fue relativamente tarde, se jubila el próximo año y que, según ha anunciado, por fin va a vivir verdaderamente su vida. Como que está anticipando la vida verdadera del papá como un abandono.

Hay miedo a lo que se viene. “Sí”, me dice. “Veo que se acaba ser hijo de papá, voy a tener responsabilidades, siento que recién ahora comienza la vida en serio”.

¡Ha tenido que esperar dos décadas para comenzar a vivir en serio, y su padre, otras tres para comenzar a vivir verdaderamente! Ambos han estado a la vera del campo de fútbol, haciendo calentamiento: el primero una calistenia relajada, despreocupada, protegida; y el segundo un ejercicio estresante, agobiante, resignadamente desagradable. Recién ahora comienza el partido de verdad: para uno lleno de amenazas y nubarrones, para el segundo colmado de promesas y placeres.

Los primeros veinte años de júbilo filial irresponsable por las tres décadas de sufrimiento paternal. Los próximos veinte años de gozo paternal, por las tres siguientes décadas de dolor filial. Vidas verdaderas llenas de pérdidas o ganancias, que alejan a las generaciones en un juego de suma cero y desencuentro.

La vida de verdad comienza con el nacimiento. Cada etapa tiene placeres verdaderos y dolores verdaderos. La jubilación es menos bonita de lo que piensan los que la miran desde fuera, el compromiso laboral es más bonito de lo que aseveran los que lo viven, y los primeros años tienen muchas más responsabilidades y trabajos de lo que sentencian los que ya los dejaron atrás.

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