23.ABR Martes, 2024
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Opinión

“Solo acabaremos con esta enfermedad colectiva si la sacamos del silencio, del secreto cómplice, del mutismo que favorece a la impunidad”.

Cuando leí los testimonios me quedé aturdido. Es verdad que las alarmantes cifras siempre han estado allí ilustrando esa patología social. Pero los testimonios me pegaron duro. Toda esa porquería había estado a mi lado, tan cerca, rozándome. Metidas de mano, insultos, jaladas de pelo, golpes, violaciones y asesinatos. Todo contra tantas personas que conozco y tantas personas queridas. Terrible. Gran parte de esta violencia cotidiana era clandestina hasta que, de pronto, vino esta ola imparable, iniciada por las valientes revelaciones de mujeres que dicen que los hombres somos abusivos. Nos molesta escucharlo, obviamente, pero no deberíamos.

Ahora recuerdo los recreos escolares cuando jugábamos policías y ladrones y preferíamos que las chicas fueran ladrones. Recuerdo la tentación adolescente de pegarme a una linda chica en el microbús. Recuerdo tirando puñetes en la pared en una antigua pelea de pareja y deteniéndome al ver esa cara de susto. Me recuerdo avergonzado. No seré uno de esos, pero creo que la mayoría de hombres llevamos ese germen. En alguna edad, de niños, entendimos que teníamos cierto permiso para tocar impunemente. Ahora miro hacia adentro, temblando.

La marcha de hoy es la manifestación de una impostergable fiebre social. La infección contra la que se reacciona es esta violencia primaria que ejecutan hombres –tíos, padrastros, primos, abuelos, amigos, conocidos, novios, esposos, ¡padres!– que, en sus casillas o no, destruyen la integridad de niñas y adultas, y de sus propias familias. No existe justificación posible. Por eso es necesario que esta fiebre se expanda en toda la ciudadanía. Solo acabaremos con esta enfermedad colectiva si la sacamos del silencio, del secreto cómplice, del mutismo que favorece a la impunidad.

Es verdad que el grito reivindicatorio de algunas mujeres viene también con resentimiento y hasta con una cuota de intolerancia. No podría ser de otro modo cuando se destapa una presión acumulada a través de varias generaciones. Pero la fuerza mayor, esa que busca la cura, viene de más atrás. Las mujeres vienen avanzando desde hace pocas décadas, transformando la vida dentro y fuera del hogar. Eso a los hombres nos descoloca. Muchas veces nos asusta. A los mayores más, seguramente. Pero no debería molestarnos que ellas suban el tono de su voz. Prefiero el exceso verbal a ese silencio que al final nos enferma a todos.

La movilización de hoy marcará un hito. Además de la necesaria reacción de la escuela, el sistema de justicia y los medios de comunicación, se requiere que todos enfrentemos un reto superior: la educación de nuestras familias. La marcha será ese empujón que nos faltaba para remediar esta infección que se incuba desde la cuna. No hay vuelta atrás.


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