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Opinión

El violinista Wuilly Arteaga acudió a protestar en Caracas haciendo sonar su violín. La Guardia se lo rompió. Joven pobre, lloró. No tenía dinero para comprar otro. Alguien le regaló uno de mejor calidad. Su fama libertaria creció y fue recibido en el congreso norteamericano. Esta efectividad comunicacional —no lograda por una oposición pusilánime y sin ideas (cuando no traidora)— fue castigada. Al regresar, lo atacaron en la calle. Del hospital dio un mensaje de paz con el rostro desfigurado. Al salir, lo apresaron y le dieron golpes dirigidos a su órgano musical: el oído. Estaba sordo cuando llegó ensangrentado a la prisión de Ramo Verde. Lo han callado, exhibiendo, sin vergüenza, la violencia más abyecta.

La semana pasada, el capitán Juan Caguaripano tomó una base militar e hizo un buen impacto mediático y militar. Anoche se difundieron detalles truculentos de su captura que han detonado la desconfianza pública en el sublevado. Ya se sospecha que su acción fue un psicosocial del G2 cubano para desalentar las esperanzas populares. Desprestigiándolo, lo están neutralizando.
Probablemente, ahora mismo lo están torturando.

Con desvergonzada violencia o engaño, la sofisticada ocupación cubana destruye lo más efectivo de la lucha venezolana. En cambio, la oposición “unida” es de una mediocridad abrumadora. Fuera del acomodo oportunista y de la retórica legalista, es incapaz de organizar (y ejecutar) tácticas complejas que golpeen a la ocupación cubana; incapaz de denunciar sistemáticamente la violencia cínica, incapaz incluso de ser la autoridad que diga quiénes son los aliados del pueblo. Esta sostenida incapacidad le facilita a la ocupación cubana ejecutar permanentemente en Venezuela el arte de la maldad sin consecuencias.


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