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Opinión

Tono, énfasis, volumen, pausa, aceleración, desaceleración, entonación, ritmo, métrica y pronunciación, mirada, gestos del rostro —risas, sonrisas, pestañeos–, movimientos corporales, distancia del interlocutor, vestimenta, lugar de convergencia, tocamientos —abrazo, apretón de manos—, combinados, producen los significados de nuestra comunicación. ¿Las palabras? Un modesto 30%.

Conclusiones importantes de esos encuentros —¿es confiable, me cae bien, le presto, le pido, le cuento?— no vienen de lo verbal, sino del 70% que no lo es. Somos capaces de producir y descifrar un cuarto de millón de expresiones faciales.

Pero ahora buena parte de mensajes son textos con términos abreviados y sintaxis no precisamente cervantina. Nos hemos convertido, entonces, en bailarines que vemos chispazos de nuestras parejas y accedemos a pedazos de la melodía. ¿Será “Despacito” o “Cascanueces”?

Virtualmente —vale el término—cojos en la comunicación, se entiende la variedad de emoticones y su naturaleza: 65% caras —3 felices por cada triste—, 13% corazones y 5% manos.

El cerebro exige de la cháchara digital algo que nos permita ponernos del otro lado de la pantalla, sobre todo cuando están de por medio la expresión personal y los afectos. Sin emojis, correos o mensajes de texto pueden ser más agresivos que insultos a viva voz. ¿La razón? Pobreza emocional, ausencia de textura y matiz.

Sin humor y emotividad, dos actividades humanas fundamentales están condenadas al fracaso, al malentendido, la subestimación o la exageración: la política y el gileo. Considerando cuánto de ellas se dan en línea, la sazón del emoticón se vuelve indispensable.


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