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Opinión

La decisión del Tribunal Supremo de Justicia venezolano en el sentido de que “mientras persista la situación de desacato y de invalidez de las actuaciones de la Asamblea Nacional, esta Sala Constitucional garantizará que las competencias parlamentarias sean ejercidas directamente por esta Sala o por el órgano que ella disponga”, consumó el autogolpe de Estado.

El TSJ es una instancia similar a la Corte Suprema del Perú. Desde agosto del año pasado tenía un enfrentamiento permanente con la Asamblea Nacional (Parlamento) sobre asuntos como su rechazo a que se incorporasen tres diputados opositores más –a un Congreso ya dominado por la oposición al chavismo–, hasta su reciente decisión de quitarles la inmunidad parlamentaria a los congresistas. Esto, además del apoyo a la propuesta del gobierno de constituir “empresas mixtas”, lo que permitiría la venta, sin control del Parlamento, de parte de los recursos petroleros a capitales extranjeros.

La Carta Democrática de la OEA (2001) establece que la “ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático en un Estado Miembro constituye, mientras persista, un obstáculo insuperable para la participación de su gobierno en las sesiones de la Asamblea General”. El gobierno de Maduro tiene dos opciones: o hace como Fujimori después del autogolpe de 1992, esto es, ponerse de acuerdo en la OEA –ahora dirigida por Luis Almagro, ex canciller de José Mujica y abiertamente contrario a la conducta antidemocrática de Maduro– en un cronograma de retorno a la democracia, o apuesta por un suicida aislamiento tipo Cuba, pero en el 2017. Aunque una tercera posibilidad es que consiga que miembros de la OEA, haciéndose los ciegos y gracias a alguna negociación bajo la mesa, no vean ruptura ni alteración del orden democrático.


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