19.MAY Domingo, 2024
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Calle Cero

Reconocer qué es arte y qué no, es tan ambiguo como el arte mismo. Desde los niños que aprendieron a jugar con el casi desaparecido Paint de Microsoft hasta los frescos de la Capilla Sixtina. Todo es arte y nada lo es, pero nadie podrá negar que una carta conmovedora de un ser querido es una obra de arte que despierta emociones y sentimientos como también lo hace un beso o una fotografía hecha por un padre curioso a su hijo. La clave está en la mirada. El filtro en nuestra mente que nos permite juzgar para nosotros mismos la belleza, el poder de lo virtuoso, para luego exteriorizar nuestros pensamientos y sentimientos. Juzgar el arte también es ambiguo al parecer. La música, la pintura, el cine, la danza y la literatura pueden ser las disciplinas que sobresalen, pero hace ya muchos años otras opciones nos sorprenden logradas por artistas que llegan como hordas de tribus creativas a mostrar nuevas manifestaciones de lo que algunos, y creo que en este caso todos, podríamos llamar belleza. El arte digital es muestra de una fusión perfecta de elementos milenarios y contemporáneos expresados en gráficos que tienen como soporte la luz, el sonido y efectos especiales. La música, que se encarga junto con todos estos elementos de construir la atmósfera, no puede faltar. Así podemos viajar a constelaciones lejanas o ver ilustraciones a gran tamaño que nos cuentan una historia y que hacen de todos estos elementos técnicos y conceptuales un amasijo que llamamos arte. Hace unas cuantas noches, me senté a la computadora a revisar mis trabajos de universidad para el curso de Diseño Gráfico, un desastre total. Ese día, mientras veía el monitor de la computadora en la oscuridad de la sala de casa, miré a mi alrededor y de pronto me vi rodeado de dos bajos eléctricos, un piano, un violín, un clarinete y un par de guitarras, todos míos. Es ahora cuando pienso que cada uno tiene su arte alrededor de nosotros, esperando a que nos demos cuenta de que existe y que tal vez aún nadie lo ha desarrollado.

En 2009 me llegó una beca desde Argentina para estudiar Cine y huí a Buenos Aires, dejando la universidad de lado por un tiempo y sin la aprobación de mis padres. Luego de casi un mes de estudios en una escuela bonaerense de cine, tomé una mochila y me largué a recorrer Sudamérica. El tráiler de mi vida en esos años se iba revelando, la banda sonora era Fito Páez en todas mis rutas, hasta que abandoné la carrera para la que había sido becado por seguir con mis viajes. En ese tiempo me enamoré, fui asaltado en la ruta, fui testigo del asalto de un banco en mi primer día en Buenos Aires, me perdí docenas de veces y finalmente, en Brasil, sin dinero, llamé a mi padre con monedas que gané cantando en bares brasileños para decirle que no tenía cómo volver y que había abandonado la carrera. Él, que pensaba que seguía en Argentina, estalló, y furioso gritó “mañana vuelves a Lima”. Días después, ya estaba en Perú. Cada vez que los cineastas lanzan una nueva película, nosotros, los que vivimos en la realidad, los sorprendemos con sucesos mucho más aptos para una nominación al Oscar. Me he recostado a ver tantas películas de acción, drama, suspenso y terror psicológico que me han impactado tanto que uno siente que el cine cumple su función a cabalidad, mostrarnos la realidad y sus formas de ficción y reflexionar sobre eso, pero luego, al ver los noticieros y salir a las calles, las películas quedan atrás. Creo que la sensación de proximidad es lo que logra que un suceso nos impacte más que una película del mejor director y con los mejores argumentos. En la vida real solo basta aprender a mirar a nuestro alrededor con atención de cinéfilo porque simplemente somos guionistas de nuestros momentos, productores de nuestros actos y directores de nuestra vida, y es que la vida es un gran estudio de grabación donde nosotros damos el grito de “acción”.

Es 2009, un chico de 22 años se encuentra sentado en una silla de un rincón del hall de una tienda de comida rápida frente a un capitán de corbeta en retiro de la Marina de Guerra que en ese momento lo amenaza de hacerle pasar un mal rato si no termina la relación que tiene con su hija. Este joven es un estudiante de Periodismo que trabaja en una agencia de publicidad para pagarse la universidad. No tenía dinero para nada más y, sobre todo, no es marino, y su hija debe casarse con un marino, como el padre. El capitán tal vez piensa que el joven no tiene futuro, así que decide ofrecerle dinero para que se vaya del país, pagarle para que deje a su hija, y finalmente, al no lograr nada con sus recursos anteriores, lo amenaza de algo parecido a la muerte. “La próxima vez no voy a preguntar, voy a actuar”, le dice el capitán al joven. En 2010 la pareja de noviecillos, hostigada por el capitán, se separa. El amor, en tiempos difíciles, suele ser una suerte de guerra. Mientras más difícil, más luchamos por aquello, es un instinto. Y es que, como dice la canción, “el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”. El amor es un experimento y nuestra vida es el laboratorio. Lo que sucede es que hay tantas reacciones distintas que científicos, enamorados y enamoradores no se logran poner de acuerdo en el resultado de ese experimento. Hoy ya no recibo amenazas de muerte, el chico de 22 años creció, sobrevivió al amor y al paquete enorme de problemas que vienen con él, todo por lograr algo que tal vez valga la pena: la felicidad. No lo sabré hasta que este experimento termine, hasta que los días me confundan tanto que el sentido y la coherencia pasen a un segundo plano y solo me quede la sensación de un momento especial: un segundo en el que, al final de mi mirada, esté la madre de mi hija. Y es que ella es la chica con la que construyo mi felicidad ahora mismo.

La noche de mi fiesta de promoción del colegio, en diciembre de 2002, me encontraba en medio de la pista de baile del lugar, fracasando. Bailar no es, ni por casualidad, algo que podríamos llamar mi fuerte. Esa noche me quedó claro, aunque antes ya había tenido esa leve sospecha. Cuando descubrí que no tenía talento para el baile, ya era muy tarde. Alumnos y hasta maestros veían con asombro las morisquetas corporales que mi cuerpo expulsaba como una suerte de convulsiones. Fue en ese momento que inició mi fobia a los escenarios, pero a la vez despertó mi curiosidad por observar mejor ese don que te hace llevar el ritmo de manera tal que tu cuerpo lo exprese con armonía. “Llevar el ritmo de manera tal que tu cuerpo lo exprese con armonía”, parece difícil hasta nombrarlo, pero hay mucha gente tan experta en el arte de bailar que se reúne en diferentes lugares de la capital para escuchar lo más selecto de la música y realizar este admirable acto que solo es admirable para los que no sabemos hacerlo en absoluto. Bailar salsa es a lo que me refiero, porque, si hay un baile que exprese de principio a fin ese acto, es la salsa. Y es de lo que me he percatado en estos años de ver bailar a la gente. Los chicos de La Descarga, esta suerte de logia de los ritmos, se reúnen cada tanto para dar inicio a su ritual de salsa. Esto es para expertos, pero, yendo de cuando en cuando a los eventos de La Descarga, uno puede convertirse en uno. Es una experiencia casi de culto en el que se descubren cosas nuevas. Ellos, son en parte, los responsables de que esta ciudad no pare de bailar desde hace varios años. Mi abuelo, años antes de morir, nos enseñó a bailar tango a casi todos los chicos de mi familia. Ese baile es el único que no he podido olvidar y creo que, si bailo de memoria, podría hacer algo decente, después solo me queda el silencioso acto de pararme en la esquina de la discoteca y mirarlos bailar a todos.

Año a año nos sancochamos gracias a esa enorme estrella que está a unos 150 millones de kilómetros de distancia. El 2015 ha sido declarado el año más caluroso desde que se empezó a medir el registro global en el año 1880 y parece que este récord seguirá siendo desplazado con el tiempo. Y esta es la parte que afecta a muchos. Uno de los peores enemigos de alguien que sufre de dermatitis es el sol. Es por eso que los veranos para mí son infiernos terrenales. La ciudad se convierte en un lanzallamas que nos va destruyendo la piel, alborota nuestras glándulas sudoríparas al punto de dejarnos secos. Un hombre riega su jardín en pleno verano y en su camisa se le ha dibujado una paloma en toda la espalda que aletea cada vez que mueve los brazos. Un oficinista llega a una reunión enfundado en un terno que lo tortura hasta conseguir el alivio de un equipo de aire acondicionado. Un perro cruza la calle jadeante y en punta de patas porque los rayos solares lo calientan todo, hasta el piso. El agua, el hielo y todo lo que esté debajo de nuestra temperatura habitual de estos días de verano nos alivia con la ilusión de ser la panacea. Esto convierte a las heladerías en una suerte de oasis de ciudad. También, los lugares donde se puede conseguir una buena cremolada o raspadilla al paso nos hacen recuperar la fe en que el tiempo pasa rápido y pronto vendrá el otoño a apagarlo todo como un bombero. A veces me animo a pensar que por estos postres y las personas que los preparan aún seguimos vivos y soportamos verano tras verano, heroicamente. Gracias a ellos recibimos la dosis de frescura que en algunos casos apetece tirarse sobre el cuerpo. El calor casi siempre será una tortura en nuestra capital. Claro que esto cambia los fines de semana, en aquellas playas que yo no puedo visitar por la dermatitis.

Mientras más disfrutas el momento, más rápido pasa el tiempo, o eso es por lo menos lo que percibimos. Einstein da un ejemplo sobre la percepción del tiempo: “Una hora en compañía de chicas lindas pasa mucho más rápido que una hora en el sillón de un dentista”. La mayoría de nosotros debe de haber dicho en estos días las palabras mágicas: “Qué rápido se fue el año”. Pues, no creo que haya una diferencia significativa con el año pasado y el anterior y los anteriores. Para cada uno ha sido un año diferente: hemos ganado, perdido, empatado, goleado, sufrido, llorado, reído, y todos los etcéteras que quepan en 365 días. Todo los actos que se pueden concretar en una vida se pueden consumar en un año. La magia está en esos momentos en que el tiempo parece detenerse para dejarte saborear tus logros, tus triunfos y también, por qué no, tus derrotas. Para todos los que hemos dicho que este año se fue rápido, que prácticamente huyó de nosotros, deberíamos tener en cuenta que tal vez, y solo tal vez, fue porque lo disfrutamos, consciente o inconscientemente. Y es que parece que Einstein tenía razón. Percibir el tiempo disfrutándolo hace que se vaya corriendo, que escape atolondradamente de nosotros. En ese sentido, este año fue un auto de carreras que no tiene pedales de freno, como el tiempo en general no los tiene. Disfrutemos el siguiente y vivamos esa velocidad del día a día que de pronto nos trajo a este momento, a este 31 de diciembre que tiene las horas contadas, literalmente. Disfrutemos el año que viene y el que venga después. Hagamos que corran, que vuelen si es posible porque, si de disfrutar se trata, creo que no hay mejor gasolina para el año que viene que disfrutarlo al máximo. A pocas horas del 2016, le daré el play de honor a mi nuevo año disfrutando como lo sé hacer: buen año para todos, diviértanse esta noche. Buen año y buenas noches, así disfruto mi inicio de año, durmiendo.

En 1940, mis bisabuelos llegaron a vivir al jirón Teniente Arancibia en el corazón de Barrios Altos. Desde ese momento, algo parecido a la tradición familiar empezó a construirse. Mis abuelos y luego mis tíos, incluyendo a mi padre, vivieron momentos tan gratos en ese lugar que despertó la curiosidad de un niño de 12 años que quiere saber del pasado de su padre. De sus juegos, sus aventuras de adolescente, la esquina del barrio en la que se reunía con sus amigos, quería saberlo todo. Decidí ir a Barrios Altos a pesar de las advertencias de mi padre. “Ten cuidado, ahora es muy peligroso”, decía. Eso detenía mi excursión. Años después, decidí visitar aquel barrio que era mío solo por herencia y que me despertó dos sentimientos: cariño y respeto. Muchas veces imaginaba a mi padre jugando fútbol en las pistas de la calle en la que vivía mientras todos los vecinos salían a verlos. Imaginaba un espectáculo de jóvenes disfrutando de su niñez, de sus juegos, de su barrio, a mi abuelo llamándolos con un silbido que ellos reconocían de inmediato. Ese llamado indicaba que era la hora del lonche. Imaginaba las jaranas en casa de mi abuelo con mis tíos y mi padre como jóvenes testigos de esta tradición que ahora, aunque fuera del barrio, aún sigue vigente. ¿Cuántos de nosotros quisiéramos tener un barrio donde eso suceda? Ese barrio de aproximadamente 14 iglesias adornándolo se convirtió en un símbolo de los principios que hoy se comparten en mi familia. La fraternidad, el compartir y la forma de interactuar con el entorno que nos rodea. Hace algunos días le pedí a mi padre que me contara cómo fue su niñez en Barrios Altos y, de pronto, todas las imágenes que tuve en todo este tiempo sobre Barrios Altos –de mis bisabuelos, mis abuelos, mi padre y mis tíos– se hicieron realidad. Era tal y como lo había imaginado. Un barrio que fue de ensueño y que debe ser recuperado.

La primera vez que estuve en la procesión del Señor de los Milagros en el Centro de Lima fue la última de mi niñez. No porque yo no quisiera volver, sino porque cada vez se iba haciendo más difícil que alguno de mis familiares me llevara. Todos tenían cosas que atender: sus trabajos, sus empresas o simplemente la distancia de Surco hasta el Centro, que en días de procesión se hacía un lugar impensable para visitar. Aquella vez tenía seis años y nunca más volví a ver el anda. Las tradiciones se van perdiendo siempre por la falta de constancia, por distraernos un poco y mirar hacia el lado equivocado. De vez en cuando, ya de grande, pasaba por la iglesia Las Nazarenas y trataba de reconstruir ese momento en que mi abuelo y yo veíamos, con una mezcla de fe e incomodidad, el anda y el mar de gente de la procesión limeña. No tengo la certeza, pero imagino que las personas que visitaron de niños la procesión solo recuerdan trajes morados, alguien cargándolos y muchas cabezas cubriendo toda la avenida. Mi recuerdo es muy parecido. En esa única vez que visité la procesión de niño, mi abuelo me cargó sobre sus hombros por mucho tiempo, puede que más de tres horas consecutivas. Ahora que lo pienso, tal vez, aunque él no era muy creyente, yo fui un elemento de su penitencia. Nunca lo supe. Solo íbamos siguiendo el anda, y él, como un agente de seguridad, me protegía de la multitud con su cuerpo. Yo me sostenía de su cabeza, aún de cabellos negros, y miraba lo que en ese momento para mí era un paseo, pero que años más tarde comprendí que era la forma de mi abuelo para enseñarme parte de la tradición limeña, aunque eso le cueste un dolor de espalda por las noches. Hoy visito la procesión una vez cada octubre, no es nada cómodo hacerlo, y aunque no soy creyente, hay algo que me emociona al estar ahí, a tal punto de ponerme la piel de gallina. No estoy seguro si es religión o tradición. La única certeza que tengo es que el mejor lugar para ver la procesión es sobre los hombros de mi abuelo.

¿Cómo hace alguien al que no le gustan las fiestas ni las discotecas para celebrar su cumpleaños a lo grande? Esa pregunta dio millones de vueltas en mi cabeza desde que cumplí 17 años. Desde ese día ya planeaba cómo celebrar mi mayoría de edad sin asistir o verme obligado a entrar a una discoteca. La ansiedad de saber que amigos o familiares me invitarían a alguna de estas reuniones extrañas de gente que habla gritando porque la música está muy alta y el sudor se mezcla entre los asistentes con cada contacto con la persona de al lado, me hizo planear mi celebración a escondidas. Cuando llegó la víspera de mi cumpleaños número 18 empaqué unos jeans, una camiseta, ropa interior y un Play Station. Mi cumpleaños lo pasé solo, jugando por más de 16 horas títulos de videojuegos como PES o Tekken, con el celular apagado y desconectado del mundo. Ese fue uno de los pocos días en que desarrollé algo parecido a la pasión por algo que no era de mi interés: los videojuegos. Las victorias y los fracasos cuando de videojuegos se trata son cosa seria, jugar no es cosa de juegos. Un jugador serio se dedica de tal forma que vuelve el juego parte de su vida y se convierte en una constante que ronda su cabeza día tras día. Los gamers de hoy, o profesionales del juego serio, logran esa mezcla perfecta entre la diversión y la seriedad llevada al profesionalismo que hace que un juego se convierta en una disciplina. Hoy, años después voy a fiestas y discotecas en algunas ocasiones, pero extrañamente relaciono estas celebraciones con los videojuegos, con ese día en que me encerré a dedicarme a algo, a ganar y a perder, a jugar y tomarme en serio que lo que aparece en la pantalla mientras juegas es siempre un constante aprendizaje.

“Escribe borracho; edita sobrio”. Ernest Hemingway

Hay una relación tan cercana entre reír y llorar que algunas veces lloramos de tanto reír y reímos por no llorar. Días antes de terminar el último ciclo de la universidad, mi vida, después del estrés de los exámenes, era una bola de nieve de alegrías que iba creciendo. Era tan satisfactorio saber que algo culminaba con éxito y que la risa, la sonrisa y el buen humor eran la mejor parte de mirarme al espejo en las mañanas, que decidí quedarme en ese estado para siempre. Qué iba a saber yo que eso era casi imposible de lograr con la venda de felicidad que llevaba en esos momentos sobre los ojos. Después de mis primeros trabajos, la frustración iba apareciendo, todo era nuevo y llorar era una opción que no estaba muy lejana. Cada día tenemos miles de motivos para hacer ambas cosas, la forma tan cotidiana de cómo se presentan las situaciones hace que no podamos ver la magnitud del asunto. Las veces que quise hacer reír en algún festival de la universidad, siempre estuvo presente ese momento en que uno espera la risa y lo que sucede es que el silencio se convierte en protagonista y te deja escuchar los pies del público sonando contra el piso, impaciente por irse. Las otras veces que quise hacerme el dramático cuando una gripe pasajera me acariciaba suavemente, nadie me creyó. Creo que para hacer reír o llorar en púbico hay que ser un kamikaze, uno de esos que se lanzan con una sola arma: el impro o el stand up son las bombas que estos artistas kamikazes vietnamitas de manejar sentimientos ajenos hacen explotar entre nosotros, un público que espera eso, el factor sorpresa, la cachetada de felicidad o las cosquillas del drama. A fin de cuentas, reír o llorar son actos en los que explotamos para bien o mal, pero espontáneamente.

Desde los 11 años fui el único habitante diurno en mi casa. Mis padres salían muy temprano a trabajar y volvían cuando yo ya estaba por dormir. Volver del colegio era un retorno al silencio y a lo cotidiano. No me molestaba, pero tampoco era entretenido. En esos tiempos el momento más feliz del día era llegar a casa y prender el televisor: Adam West aparecía en mallas, a veces bailando twist, y acompañado de su ayudante en un canal de cable. Solo con la idea de que la serie de Batman iba a empezar sentía que era hora de almorzar. Y es que me sentía acompañado, y no era una compañía cualquiera, eran Batman y Robin, el batimóvil sesentero, el Pingüino y el mejor de todos, el Guasón. Además, las escenas de violencia inofensiva, donde un “pow” o un “crash” eran los actos más atrevidos en las grescas, me atrapaban a tal punto que, una vez terminada la serie, me empeñaba en repetir algunas de esos movimientos con mis almohadas, cosa que hace un adolescente que está solo en su casa. Eso sí, no fui un fanático de los cómics, hasta ahora. Hace unas semanas se me encomendó en mi trabajo organizar el Batman Day y el relanzamiento de Cómics21, y empecé a investigar sobre el tema. De pronto sientes que todo te envuelve otra vez y te sumerges en ese mundo que no conozco del todo aún, pero que con su trama te invita a quedarte. En este momento el evento está casi listo, ya conozco un poco más de aquel caballero de la noche que tanto ha evolucionado y seguiré haciéndolo. Despierta mi época de colegio en la que mis padres llegaban muy tarde a casa y yo, al borde del sueño profundo, tenía siempre en mi mente la idea de que las noches no serían las mismas si no tuviéramos la esperanza de que en algún momento aparezca Batman, antes o después de quedarme dormido.

Tengo 240 tipos de letra o fuentes en mi computadora, desde el Adobe Arabic hasta el Wide Latin, tengo ansiedad crónica y no sé dibujar. Escribimos todo el día, en Facebook, Twitter, Word y las tipografías nos salvan –a algunos de nosotros– de nuestra falta de pulso. Escribir empuñando un lapicero es un arte escondido en la cotidianidad. Hablo de la escritura como tal, de las notas que dejamos en casa para avisar adónde vamos, para completar una ficha de inscripción o anotar una fecha importante en nuestras agendas. Y es que tenemos algo igual de inconfundible que nuestras huellas digitales, y también sale de nuestras manos, nuestra letra. De niño, mi madre gastó cientos de soles en cuadernos de caligrafía para salvarme de mi letra, pero la ansiedad no me dejaba terminar una oración sin que parezca un mamarracho. Mi impaciencia por terminar una frase, una palabra o una letra podía más. Mi profesora de Lenguaje decía que parecían arañas aplastadas y yo siempre me escudaba detrás de la frase “los médicos escriben igual y ganan mucho dinero”. Hoy, artistas peruanos y extranjeros nos abren una ventana enorme sobre las miles de tipografías que podemos usar y lo hacen a mano. Las tipografías son herramientas para transmitir sensaciones, emociones, sentimientos y hasta pueden ser un método de relajación. Yo, que vivo rodeado de fuentes, soy ansioso y no sé dibujar, siempre envidiaré a estos artistas, porque, además de no saber dibujar, nunca aprendí a escribir de corrido. La última vez que escribí a mano fue esta mañana, fue un recado para mi novia: “Te dejo unas galletas en la mesa”. Me fui dejándola dormida en el sillón y con sentimiento de culpa, con la esperanza de que entendiera el mensaje.

10/09/15 |

El buen comer

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Nuestro sentido del gusto se desarrolla desde el quinto mes en el que estamos dentro del vientre de nuestras madres. Nacemos hambrientos, y al nacer, eso es lo que hacemos: comer. Luego, y después de una serie de alimentos que pasan por nuestras bocas, nos enfocamos en el objetivo del buen comer. El acto de comer, por lo menos en Perú, suele ser itinerante. Y aunque en otros lugares se den hechos similares, nosotros tenemos un sello que nos hace únicos: podemos comer de pie, sentados, caminando, apoyados en una carretilla en la calle, en la barra de algún bar, en el césped, bajo una sombrilla en la playa, en el carro, y realizando una infinidad de cosas que desafían la concentración de hacer una cosa a la vez. ¿Cómo no podríamos comer en un lugar con miles de personas rodeándonos? De hecho, este es uno de los motivos que hacen que las ferias gastronómicas como Mistura tengan el éxito que se evidencia cada año. Y es que llevar comida a otros lugares es llevar cultura, es llevar una cucharada de tradición y usar el sabor como carta de presentación, es seguir con la aventura que empezamos desde que nacemos, saborear, oler, mirar. Nada tiene que ver la moda o los esnobismos cuando se trata de comer. La cantidad interminable de contenido gastronómico que tiene el Perú es una invitación –que se va convirtiendo en obligación– a reunir a los mejores en el arte de diseñar sabores, olores. Mistura nos entrega cada año una experiencia única que nos hace volcarnos a la explanada que ellos elijan para hacer lo que hemos hecho toda la vida, pero que de forma consciente nos entrega una experiencia vivencial, porque no hay nada más vivencial en el mundo que comer.

03/09/15 |

Las tres palabras

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La primera vez que me subí a un escenario tenía siete años y dos dientes de leche menos en la boca. Debía ejecutar en flauta la pieza ‘Para Elisa’ de Beethoven, para la que ensayé casi un mes. Ese día mi maestra me dio el peor de los consejos que pude recibir: “Antes de empezar y cuando termines de tocar, no dejes de sonreír”. Era tan difícil sonreír sin dientes que me parecían eternos los pocos segundos antes de tocar y los restantes después de terminar de hacerlo. Al empezar a tocar, mi mente se nubló y olvidé todas las notas. Improvisé de inmediato. Y es que improvisar no es otra cosa que pensar en algo y, casi a la vez, ejecutar la acción que se pensó milésimas de segundo antes, un acto en simultáneo. Así, decidí dejar que las notas fluyeran con coherencia, con sentido común. Al terminar debía seguir con la tortura del gesto feliz, la gente aplaudió y yo debía volver a sonreír por algo que no había planeado hacer. Hoy pienso que ese día, además de enfrentar mis miedos al público, al escenario y a mis dientes ausentes, logré mostrarle a la gente algo que era solo mío. Tenía todo en contra, pero lo hice con la velocidad de alguien que quiere que todo termine y lo nombren el ganador del festival de música. LuchaLibro es eso, un enfrentamiento contra otras personas, contra el tiempo, el jurado, los nervios, el miedo a perder, pero, a la vez, es sentarse a improvisar y dejar que todos los extraños presentes lean lo que tú escribirías a solas. Con la chispa inicial de tres palabras se puede lograr que las personas venzan esos miedos y continúen escribiendo mientras todos miran. Es que la literatura aparece cuando menos lo esperas, en varios años de trabajo o en solo cinco minutos sentado frente a una computadora.