07.MAY Martes, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Calle Cero; columna editorial de Cheka.

Hay una relación tan cercana entre reír y llorar que algunas veces lloramos de tanto reír y reímos por no llorar. Días antes de terminar el último ciclo de la universidad, mi vida, después del estrés de los exámenes, era una bola de nieve de alegrías que iba creciendo. Era tan satisfactorio saber que algo culminaba con éxito y que la risa, la sonrisa y el buen humor eran la mejor parte de mirarme al espejo en las mañanas, que decidí quedarme en ese estado para siempre. Qué iba a saber yo que eso era casi imposible de lograr con la venda de felicidad que llevaba en esos momentos sobre los ojos. Después de mis primeros trabajos, la frustración iba apareciendo, todo era nuevo y llorar era una opción que no estaba muy lejana. Cada día tenemos miles de motivos para hacer ambas cosas, la forma tan cotidiana de cómo se presentan las situaciones hace que no podamos ver la magnitud del asunto. Las veces que quise hacer reír en algún festival de la universidad, siempre estuvo presente ese momento en que uno espera la risa y lo que sucede es que el silencio se convierte en protagonista y te deja escuchar los pies del público sonando contra el piso, impaciente por irse. Las otras veces que quise hacerme el dramático cuando una gripe pasajera me acariciaba suavemente, nadie me creyó. Creo que para hacer reír o llorar en púbico hay que ser un kamikaze, uno de esos que se lanzan con una sola arma: el impro o el stand up son las bombas que estos artistas kamikazes vietnamitas de manejar sentimientos ajenos hacen explotar entre nosotros, un público que espera eso, el factor sorpresa, la cachetada de felicidad o las cosquillas del drama. A fin de cuentas, reír o llorar son actos en los que explotamos para bien o mal, pero espontáneamente.


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