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José Carlos Yrigoyen

En las postrimerías de la soledad. En las últimas páginas de la más conocida novela de Gabriel García Márquez (1927-2014), Macondo se derrumba dictaminando el final de los Buendía, y para algunos ese ocaso es definitivo.

‘No somos nosotros’ es el nuevo libro de Ricardo Sumalavia (Lima, 1968). En su primera página promete de manera interesante tratar el dilema entre volver y llegar. Lo primero como una condición más profunda y lo segundo relacionado al desplazamiento físico. Pero al terminar de leer el libro, uno se queda con la sensación de la promesa incumplida. Termina siendo una colección de relatos, una suerte de diario, sobre su estancia en Europa.

Entre los materiales audiovisuales que utilizo en mis clases, nunca falta Miss Universo en el Perú, un mediometraje realizado por el Grupo Chaski en 1982. A pesar de que tiene más de treinta años de estrenado, mantiene inquietante actualidad. Trata, en pocas palabras, de cómo este país, siempre herido por profundas desigualdades sociales, es escenario de un concurso sexista, completamente alejado de nuestra realidad, y que fomenta tanto la subestimación de lo que representamos y somos como la alienación colectiva ante ciertos modelos de belleza foránea a los que se aspira hasta llegar al absurdo. Suelo verlo con mis alumnos porque sé que luego de visionarlo siempre tenemos largos y muchas veces aleccionadores debates al respecto.

ENSAYO Me quedo con Pensando a la derecha, de Antonio Zapata, acucioso trabajo sobre nuestros partidos conservadores, su labor en el gobierno y sus cuestionables caudillos. También con Paulo César Peña, quien a pesar de su juventud ha escrito un lúcido ensayo maniáticamente documentado y sumamente recomendable: 1945: Jorge Eduardo Eielson. Vida y canción en Lima, centrado en los primeros años de la carrera del poeta de Reinos.

LO MEJOR NOVELA. La novela del año 2016 es Los niños muertos, de Richard Parra. Debemos remontarnos a los primeros libros de Oswaldo Reynoso para encontrar un retrato tan convincente y estremecedor del mundo de la pobreza y de los jóvenes y prepúberes que destruye y devora. Si su libro anterior (La pasión de Enrique Lynch / Necrofucker) había llamado la atención por su prosa esencial y punzocortante, con esta ficción Parra se consolida como uno de los narradores más importantes de la literatura peruana actual.

Un nuevo espacio que busca crear y mantener el interés en libros llega a las pantallas de televisión con el nuevo programa literario ‘Entre libros’, que emitirá TV Perú y que será una oportunidad para conocer más sobre destacados escritores y nuevos talentos.

Antes de leer este libro, pesqué un par de comentarios afirmando que el título no se correspondía con su propuesta y contenido. Después de leerlo, puedo decir que es una aseveración algo superficial, pues De dónde venimos los cholos de Marco Avilés sí procura abordar la cuestión que anuncia en la portada. Lo que sucede es que, como suele ocurrir con la buena literatura, no lo hace directamente; acomete esta misión autoimpuesta por medio de un viaje tanto geográfico como histórico y autobiográfico en el que, por medio de distintos personajes, manifestaciones y descubrimientos, la pregunta sobre su origen y circunstancia va quedando saldada.

Emma Cline es la chica de 28 años nacida en Texas que se ha convertido en un sorprendente y fulgurante cometa que cruza el firmamento de la literatura norteamericana actual. Prácticamente desconocida hasta hace unos meses, Cline se ha ganado el respeto y la admiración de personalidades como Richard Ford o Jennifer Egan gracias a su primera novela, la extraordinaria Las chicas, libro de altas ambiciones que se cumplen con creces. Personalmente, su lectura me ha resultado adictiva, apasionante y por momentos sobrecogedora. Como Ford ha apuntado, no deja de impresionar que esta sea la obra de una escritora tan joven y que haya alcanzado tal nivel literario y una mirada tan profunda sobre la esencia humana, sus aspiraciones y miserias.

Durante muchos años el tema de la homosexualidad se presentó de manera marginal y subterránea en nuestra literatura. Podemos rastrear algunos pasajes alusivos a la sodomía en la lejana Duque (1934) de José Diez Canseco, de tocamientos entre muchachos en Los inocentes (1960) de Oswaldo Reynoso, así como episodios de lesbianismo y sumisión homosexual en Conversación en La Catedral (1969) de Vargas Llosa, por no mencionar su descarnado retrato de un trosco uranista en Historia de Mayta (1984). Es recién a partir de los años noventa que el asunto se torna central en libros como Las dos caras del deseo (1994) de Carmen Ollé, Salón de Belleza (1994) de Mario Bellatin, No se lo digas a nadie (1994) de Jaime Bayly o en obras posteriores como Segunda persona (2010) de Selenco Vega, entre muchas otras. Derrotados ciertos tabúes, el tópico del amor entre seres del mismo sexo ha dejado de presentarse como un referente negativo y oprobioso para dar paso a una mirada más natural y honesta de abordarlo, denunciando muchas veces la hipocresía que oprime a quienes aman distinto y en oposición a lo que la norma hegemónica impone.

En 1970, dos autores virtualmente desconocidos compartieron el por entonces prestigioso premio Poeta Joven del Perú. El primero era José Watanabe, que a estas alturas no necesita presentación: casi medio siglo después de recibir esa distinción, es considerado una de las principales voces de la poesía nacional, cuyo prestigio se extiende por todo el ámbito latinoamericano. El segundo es, hasta la fecha, un poeta insular casi secreto.

“Yo siempre he dicho la verdad, que es algo que interesa muy poco en este país. Aquí la gente miente como respira”. Esto me dijo Rodolfo Hinostroza en una entrevista que le realicé en su departamento de Jesús María. A Rodolfo nunca le gustaron las declaraciones condescendientes, huía de los eufemismos, vituperaba a quienes no les gustaba quedar mal con nadie. Hubiera odiado, por eso mismo, un obituario predecible en el que se incluyera únicamente sus conquistas literarias y su lado soleado y se obviara su espíritu polémico, su tendencia al exabrupto, su personalidad excesiva y arbitraria. Porque Hinostroza no solamente fue un gran poeta fundacional, un autor inquieto y abarcador de todos los géneros conocidos. A Hinostroza había que aceptarlo entero, y ahí el asunto se ponía espinoso e incómodo. Y a él le gustaba, se esforzaba porque fuera así.

Macarena es una millennial limeña, hija de una clase media constituida por convenciones y apariencias, que regresa a casa luego de vivir un tiempo en España. Ya instalada en su hogar, se da cuenta de que los recuerdos y los fantasmas de su estancia europea no se han desprendido de ella y que la acosan sin tregua: allá dejó un amor medio platónico con C, un amigo que nunca pudo corresponderle por estar con Nuria, una chica alocada y estridente que contrastaba demasiado con su forma de ser, tímida y reflexiva. Es así como Macarena se deja arrastrar por un torrente de sensaciones, remembranzas e imágenes con las que intenta restituir el pasado y convertirlo en un espacio de restauración personal.

El año pasado Rafo León (Lima, 1950) publicó un libro de cuentos, Cualquiera daña a otro, cuya lectura ha sido una de las pruebas más difíciles que he padecido desde que tengo a cargo esta pequeña columna. Hace pocos meses León reincidió y nos entregó una novela, La aldea rota, que, dados los antecedentes, estuve un buen tiempo sin decidirme a abordar. Hasta que una mañana tomé a ese toro por los cuernos y después de un par de días le pude dar fin. La buena noticia es que este nuevo libro es bastante mejor que Cualquiera daña a otro.

Antes de iniciar esta reseña es necesario aclarar algunos puntos: 1) Roger Santiváñez (Piura, 1956) es quizá el último autor importante que nos legó aquella época dorada de nuestra poesía situada entre los años sesenta y setenta del siglo pasado; 2) Santiváñez es, también, quien mejor reelaboró las poéticas del sesenta en medio de la crisis expresiva que aconteció luego del fin del referido periodo de auge; y 3) de su generación, es quien ha hecho mayores esfuerzos y ha cosechado mejores frutos en su afán de renovar las viejas estructuras de nuestra lírica contemporánea. Solo habiendo dejado esto por escrito es posible continuar.

Como saben los lectores de este diario, José Carlos Yrigoyen es nuestro crítico literario, en la actualidad el más relevante y temido de nuestro pequeño y muchas veces provinciano mundillo cultural.

En el 2003 un grupo de jóvenes integrantes del taller de poesía de la Universidad de Lima publicó un libro titulado Tetramerón. Era el típico compendio de poetas que tantean el terreno y que, para no perderse en parajes desconocidos, prefieren explorarlos en compañía. De ese conjunto de buenas voluntades, el que más aciertos exhibió fue Bruno Pólack (Lima, 1978), quien aportó para el mencionado volumen una colección de poemas titulada Las ruedas del beso de Reinaldo Arenas, que incluía un poema homónimo que debe estar entre lo mejor que ha producido la lírica peruana post 2000. Ese texto, más otros hallazgos parciales, sugerían la posibilidad de una voz personal y valiosa.

La novela policial es un género cuyo desarrollo es relativamente reciente en el Perú. Es cierto que a principios del siglo XX Clemente Palma había escrito una novela por entregas titulada El meñique de la suegra, pero en las décadas siguientes las muy escasas incursiones en este apartado fueron casi secretas o de resultados poco vistosos. Es recién a mediados de los años ochenta cuando el interés por el policial se renueva y aparecen interesantes ficciones como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) de Mario Vargas Llosa o la divertida Pólvora para gallinazos (1985) de Mirko Lauer, quien la publicó bajo el seudónimo de C.C. García. En 1990 Carlos Calderón Fajardo (Juliaca, 1946) nos entregó una breve novela que es sin duda una de las más logradas dentro de esta corriente: La conciencia del límite último.

“No vengo de ningún lado. El mundo es una cueva, un corazón de piedra que aplasta, un vértigo plano. Cuánto hay que cavar para dar con el desprecio, para hacer que mis días ardan”. De esta manera comienza La débil mental, segunda novela de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) que puede ser definida como un poético puñetazo en el estómago. En efecto: se trata de un libro bello y peligroso que desde la primera página no permite sosiego al lector. Apenas nos adentramos en él somos inevitablemente hipnotizados por una prosa entrecortada, cautivante e intensa que no decae nunca y nos conduce por los violentos y enrarecidos caminos de la relación entre una madre y su hija, quienes han elegido una lenta y amorosa autodestrucción.

Si hay algo que ha estado presente a lo largo de toda la vida de Juan de la Fuente Umetsu (Lima, 1965) es el sentimiento de ausencia. Incluso desde antes que naciera este ya iba abonándose en su historia: su abuelo, un inmigrante de Osaka, tuvo que abandonar el Perú largos años durante la Segunda Guerra Mundial, en ese terrible periodo en el que se persiguió a la colonia japonesa. Justamente él reconoce que su acercamiento a la poesía se debe a la necesidad de entablar un diálogo con seres queridos y desaparecidos, de reconstituirlos por medio de las palabras.

Llegó luego de un año de espera el cuarto libro de la serie Mi lucha de Karl Ove Knausgaard (Oslo, 1968), proyecto que significa uno de los sucesos literarios más importantes de la última década. En esta Columna Vertebral ya he reseñado los primeros tres tomos autobiográficos escritos por este hombre que se propuso relatar “las banalidades y humillaciones de su vida”. Apelando a un hiperrealismo plagado de reflexiones y de confesiones desprovistas de todo pudor, Knausgaard publicó primero La muerte del padre, en la que narra la difícil y trágica relación con su progenitor, y luego Un hombre enamorado, centrada en la opresiva rutina de su matrimonio y el cuidado de sus hijos; se trata de libros de notable calidad, forjados con la habilidad de convertir en epifanías los actos más nimios de la existencia.

Empezaré esta reseña diciendo que entre los pocos poetas peruanos de interés que han surgido en el presente siglo considero necesario incluir a Manuel Fernández (Lima, 1976). Hace unos diez años apareció su primer libro, Octubre (2006), largo poema pletórico de recursos y alternativas expresivas acerca de los profundos cambios que experimentó el país durante el docenio militar y los destinos privados que se involucraron con aquellas reformas.

En 1993 Carlos Arámbulo (Lima, 1965) debutó en las lides literarias con un libro de forma alargada titulado Acto Primero. Se trataba de un poema río que por su ritmo trepidante y su temática recordaba al célebre Nudo Borromeo de Rodolfo Hinostroza.

Hablar de la poesía de Mario Montalbetti es hablar de una vocación por la ruptura. Una primera ruptura externa, cuando en 1978 apareció su primer libro, Perro negro, y opuso a la tendencia conversacional contestataria y confesional imperante una poética cuestionadora de la palabra y los significados, caracterizada por un lúcido y lúdico cinismo. Desde el saque el proyecto de Montalbetti fue considerado como inclasificable dentro del panorama lírico peruano, temido como un elemento tan renovador como incómodo para una crítica acostumbrada a encasillar a los poetas con dos o tres etiquetas que siempre resultaron insuficientes o embarazosas en este caso. La segunda ruptura es interna e incesante: Montalbetti es un autor inconforme con sus hallazgos –por muy sólidos que nos parezcan a sus lectores– porque su propia visión de la poesía lo impele a buscar y desescombrar los caminos que advierte inexplorados. Este desbroce es una apuesta mayor en la que usualmente tiene un éxito que nunca significa una meta. Parafraseando a Blanca Varela, el premio por la carrera siempre es otra carrera. Y cada carrera, una nueva ruptura.

Voy a ahorrarme todo tipo de introducción esta vez. Diré que anoche terminé de leer Esa muerte existe, la nueva novela de Jennifer Thorndike (Lima, 1983) y que la experiencia no ha sido satisfactoria. Ya desde las primeras páginas, recién embarcado, intuí que el viaje iba a ser duro, que la estructura no resistiría los embates de la tempestad, que en medio de la travesía llegaría el naufragio. Y no me equivoqué. La nave se hundió a mitad del océano y yo nadé hasta la orilla por mis propios medios, herido y agotado, para escribir esta reseña.

La historia es así: en el 2008 un joven narrador llamado Francisco Ángeles (Lima, 1977) publicó su primera novela, La línea en medio del cielo. Era un libro de buen acabado pero adolecía de la rigidez e inseguridad que suelen afectar a los debutantes. Ángeles se tomó su tiempo para dar el siguiente paso y seis años después nos entregó Austin, Texas 1979, un segundo libro muy superior, conformado por una historia mucho más atractiva y sólida, que alcanzaba sus mejores momentos en una segunda mitad que probablemente se encuentre entre las mejores cosas que la narrativa peruana nos ha regalado en estos años tan prolíficos. Luego de este logro, Ángeles decidió volver sobre sus pasos y revisar su primer libro, buscando entre sus páginas algo que evidentemente no encontró, pues decidió reescribirla casi por completo y volver a publicarla, esta vez bajo el nombre de Plagio. Y advierte que este “es el original que se produce después de la falsificación”.

A principios de los años ochenta surgió en el Perú un grupo de poetas mujeres que, en su mayoría, reivindicaba las ideas y actitudes del movimiento de liberación femenina, exploraba las posibilidades de la llamada poesía del cuerpo y denunciaba el orden patriarcal que las oprimía y cosificaba. Ejemplos de esto son los primeros libros de Rocío Silva Santisteban, Patricia Alba y, sobre todo, los de la ya célebre Carmen Ollé. Sin embargo, en ese grupo de interesantes autoras también apareció una voz, de alguna manera, disonante: la de Giovanna Pollarolo (Tacna, 1952) que en sus mejores poemarios – Entre mujeres solas (1991) y La ceremonia del adiós (1997) – daba voz a distintos personajes femeninos que, atrapados en las redes del matrimonio y de las convenciones sociales, viven el desamparo, la decepción y la soledad que sus rutinas les imponen, dejando a un lado todo ánimo de rebelión para lamentarse sobre su incapacidad de encajar en el mundo y del fracaso de sus relaciones amorosas.

Conocí a Oswaldo Reynoso a mediados de 1995, en mi condición de integrante del entrañable taller de narrativa de la Universidad de Lima. Había aceptado participar en una lectura pública que organizamos y luego se reunió a tomar un café con nosotros. A diferencia de otros escritores consagrados, él demostró en cada momento no solo una gran sencillez y trato horizontal, sino también un genuino interés por lo que pensábamos y lo que hacíamos. Es ya proverbial el papel de maestro que Reynoso ejerció para muchos jóvenes de mi tiempo y para los que vendrían luego, así como su natural empatía con quienes comenzábamos a trajinar los difíciles y a veces ingratos caminos de la literatura. Para muchos de nosotros y para nuestras vocaciones, sus palabras, consejos y hasta su sola presencia significaron un apoyo inestimable. Además de su amistad. Porque Oswaldo Reynoso nos hacía sus amigos sin esperar nada a cambio, bautizando nuestra complicidad con abundantes jarras de cerveza e inacabables copones de pisco.

Hace no muchos meses comenté dos libros – No ficción y Todo no es suficiente – que corroboraban la madurez literaria que Alberto Fuguet había demostrado en Missing (2009), hasta la fecha la mejor de sus entregas. El escritor chileno se halla en una etapa sumamente prolífica, pues acaba de publicar una novela monumental, sin duda la más ambiciosa que ha escrito: Sudor. Seiscientas páginas que son todo un reto para el lector, aunque no necesariamente por los motivos que a Fuguet le hubieran gustado. Lo diré desde el saque: es un libro caudaloso, con tramos notables y personajes consistentes que adquieren vida propia ni bien comienza el relato; pero también es un texto innecesariamente largo, tedioso y repetitivo que pudo haberse reducido a la mitad sin que se pierda nada demasiado importante.

La poesía de Carlos López Degregori (Lima, 1952) siempre ha sido difícil de calificar para los distintos críticos y especialistas que se han sumergido en sus aguas oscuras y profundas. Hay consenso en considerarla una obra marginal, con motivaciones muy distintas a las de sus compañeros generacionales (es decir, los poetas surgidos entre los años setenta y ochenta), y en destacar su rico imaginario, un universo donde la crueldad y lo siniestro rigen el destino de las criaturas que lo habitan. A pesar de que se trata de una obra incómoda a la hora de encuadrarla dentro del ámbito de nuestra tradición, sus virtudes han sido reconocidas desde muy temprano, precisamente a partir de su segundo libro, Las conversiones (1983), y especialmente por el volumen que lo consagra como uno de los autores más importantes de la poesía contemporánea, Cielo forzado (1988).

El 11 de abril de 1987 se encontró el cadáver de Primo Levi, italiano, judío, escritor, químico y superviviente de los campos de concentración. Hay dos teorías sobre su muerte: la que afirma que esta se debió a un accidente, al precipitarse por el hueco de la escalera de su casa; otra, que optó por el suicidio. La duda sobre su final no deja de ser llamativa porque contiene las dos circunstancias que el mismo Levi había descrito en su obra con respecto al destino de quienes habían sobrevivido al Holocausto: la de quienes asimilan la experiencia, necesitan contarla y se las arreglan para vivir con ella y la de aquellos que no consiguen cerrar sus heridas, siguen sumidos con el horror, la tortura y la degradación permanentes y en muchos casos, eligen la autoeliminación ante su imposibilidad de sacudirse de la pesadilla que ha marcado sus existencias.

En los años noventa ningún narrador peruano fue más denostado que el periodista y presentador de televisión Jaime Bayly (Lima, 1965). La crítica y la intelectualidad consideraban sus novelas como literatura light, consagradas a meros intereses comerciales y descarados vehículos narcisistas y chismográficos. Quizá en algo hayan podido tener razón, pero lo cierto es que durante esos años Bayly escribió sus dos mejores libros: No se lo digas a nadie (1994) y Los últimos días de la prensa (1996), que son, a la vez, dos de las ficciones más destacables entre las que se publicaron por entonces en nuestro país, superiores y más eficaces que varias de las novelas firmadas por autores calificados como más serios y prestigiosos en ese mismo periodo. No digo que sean títulos excelentes, pero dentro de su aparente ligereza se constataba una certera crítica al machismo y a los ultramontanos prejuicios de la burguesía limeña en el primer caso, y en el segundo una interesante exploración de la decadencia de las clases medias tras el docenio militar.

Una de las cosas más interesantes de tener una columna sobre libros es recibir las novelas y poemarios de autores jóvenes que recién comienzan a publicar y lo hacen en sellos independientes, cuyos catálogos a veces nos pueden deparar alguna sorpresa. Si bien no es usual encontrar en estos nuevos escritores trabajos enteramente logrados o de inusual nivel artístico, a veces, entre sus ingenuidades e imperfecciones, podemos rescatar algún rasgo que insinúe la posibilidad de una voz interesante a futuro.

En esta exasperante y traumática elección general a la que estamos sometidos se han publicado, como suele suceder, algunos libros que aspiran a analizar, resumir o dar alcances sobre las ideas, los partidos políticos, los candidatos y demás elementos que componen el trasfondo del acto comicial. Ya he tenido la ocasión de reseñar en esta página los libros de Aldo Mariátegui y de Antonio Zapata, quienes se dedican a desentrañar nuestra historia política desde veredas opuestas. Esta vez, el turno es para Anti-Candidatos 2016, compilación de ensayos breves de politólogos, sociólogos y periodistas a cargo de Carlos Meléndez, que ya en las elecciones del 2011 había editado un volumen de título y contenido semejante.

No es ni el libro logrado y cautivador del que han hablado algunos críticos ni el desastre sin atenuantes que anunciaba el primer capítulo entregado por la editorial como adelanto. Cinco esquinas, la última novela de Mario Vargas Llosa, es una narración que se lee con fluidez y entretenimiento. El mayor mérito que le encuentro es que esto sea así, a pesar de los múltiples defectos y problemas que la maculan. Lo diré de una vez: estamos quizá ante una de las novelas menos importantes de nuestro Nobel, en dura competencia con Los cuadernos de Don Rigoberto y El héroe discreto.

La carrera literaria de Sergio Galarza (Lima, 1976) tuvo un comienzo bastante precoz: a los veinte años publicó un libro de cuentos, Matacabros, muy popular entre los jóvenes de los noventa, y que correspondía a los preceptos del realismo sucio tan en boga por esa época. A ese libro le siguieron El infierno es un buen lugar (1997) y Todas las mujeres son galgos (1999) que insistían en transitar por la misma senda. Son libros adolescentes, de tanteo, escritos con urgencia y el fuerte influjo de las primeras lecturas. Es decir, la prehistoria de todo escritor.

“Pensaba que morir era como irse volando a un lugar desconocido. Una noche hablamos de la muerte, pero solo fue una vez. Temíamos pronunciar esa palabra”.

Como suele suceder en épocas de elecciones como la que vivimos, han comenzado a aparecer diversas publicaciones acerca de nuestra historia política, los partidos y movimientos que la han animado, o sobre las ideologías que han dirigido nuestra vida como nación durante buena parte del periodo republicano. La temporada fue inaugurada por El octavo ensayo, vitriólico pero divertido manual de Aldo Mariátegui, y ahora llega una publicación que podría obrar como una especie de respuesta a este: Pensando en la derecha: historia intelectual y política, escrita por el reconocido historiador Antonio Zapata.

A finales de los noventa apareció, en medio de la polémica, una antología editada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, titulada McOndo. El objetivo de aquella selección era presentar a una nueva generación de autores latinoamericanos que habían optado por rehuir todo exotismo y deuda con el realismo mágico para decantarse por una literatura más urbana, plena de referencias pop y celebratoria del nihilismo y hedonismo que identificaron a los jóvenes de aquellos años. Había entre sus páginas cuentos de todo color y pelaje, pero el que más me impresionó fue Gritos y susurros, que narraba las desventuras de un sórdido periodista bisexual errabundo por las noches de Montevideo. Su autor era un uruguayo desconocido por estos lares que se llamaba Gustavo Escanlar. Después de un par de décadas en las que no volví a saber de él, me enteré de que había muerto debido a una sobredosis de cocaína. Fue entonces cuando intuí que en ese largo trecho entre sus primeros escarceos como escritor y su abrupto fallecimiento existía una buena historia que alguien debía contar.

Hace un par de años conocí en una feria del libro a un joven narrador que se presentó como Jorge Ureta (Lima, 1990) y que aprovechó nuestro encuentro para entregarme su primera novela, desenfadadamente titulada El caballero tetrapaq (2014). En sus escasas páginas relataba un día de furia vivido por un adolescente limeño que debía cumplir ciertas misiones que iban desde la extravagancia hasta el delito, lo que significaba verse, a la mitad de la jornada, perseguido por los medios de prensa y la Policía. Al final, su suicidio era televisado y transmitido a todo el país, redondeando una suerte de parábola acerca del abaratamiento de la rebelión y la muerte por parte del mismo sistema que se deseaba subvertir. Si bien el libro tenía algunos aciertos –una narración entretenida, algunos inspirados momentos de humor negro– también adolecía de problemas formales y descuidos que afectaban el desarrollo de la historia, algo confusa y desigual.

Nadie a estas alturas puede dudar acerca de la importancia del movimiento Hora Zero en la poesía peruana contemporánea. No solo sobresaltó el ambiente literario de los primeros años setenta con sus violentos manifiestos parricidas, sino que legó un puñado de poetas de primer nivel, entre los que se cuentan Enrique Verástegui, Juan Ramírez Ruiz y Jorge Pimentel, quienes incluyeron en sus libros las voces y modos del mundo urbano popular, rescatando lo coloquial como oposición al llamado británico modo y a la obsoleta dicción hispánica de las generaciones anteriores.

En una columna anterior reseñé conjuntamente La muerte del padre y Un hombre enamorado, los dos primeros tomos de Mi lucha, la monumental narración autobiográfica de Karl Ove Knausgaard (Oslo, 1968). En los seis libros que la constituyen, Knausgaard hace un repaso por distintas etapas de su existencia, sin un orden cronológico establecido, puntualizando “las banalidades y humillaciones de su vida” y sus secretos más privados (y los secretos más privados de la gente que lo rodea, detallados sin ningún escrúpulo). El proyecto se estructura a partir de la opresiva relación que mantuvo con su padre y los complicados lazos que ha entablado, de distintos modos, con diferentes mujeres a lo largo de su vida.

Hace unos diez años, en pleno auge de la llamada blogósfera literaria en el Perú, Leonardo Aguirre (Lima, 1975) abrió su propia bitácora virtual, un vertedero en el que, imitando el proceder de algunos blogs basura, se dedicaba a explotar los chismes y miserias de los escritores nacionales. Por ese entonces también inauguró su carrera literaria con un libro de cuentos, Manual para cazar plumíferos (2005), en el que algunos hallaron ciertas virtudes que para mí han resultado invisibles. A este volumen le siguieron otros que pasaron perfectamente desapercibidos. Luego de esta serie de reveses artísticos, dejamos de saber de él por una larga temporada. Se rumoreaba que estaba trabajando en un nuevo proyecto que sería tan monumental como polémico.

A principios de los años noventa, Julia Wong Kcomt (Chepén, 1965) debutó en la poesía con un libro de título insólito: Historia de una gorda (1994). Después publicó media docena de poemarios, todos ellos bastante conservadores y en el mejor de los casos, correctos. Ha incursionado también en la narrativa: ‘Mongolia’, la novela que reseño hoy, es su tercer libro de ficción.

El momento singular por el que transcurre la nueva narrativa peruana ha conseguido que nos detengamos tanto en los autores que publican en nuestro país como en aquellos que conforman la legión extranjera, es decir, los escritores nacionales que viven y editan sus obras en otras latitudes. Hace unos meses reseñé aquí a Richard Parra, quien reside en España, a propósito de su estimable libro Los necrofuckers; en el 2015 cayó en mis manos Ríos de ceniza, la sugerente novela de Félix Terrones, quien radica en Francia hace varios años, y puedo seguir enumerando más casos. El último ejemplo por considerar es un narrador que vivió un buen tiempo en Barcelona, Ramón Bueno Tizón, y que a finales del 2014 sacó a la luz su segundo conjunto de cuentos, La mujer ajena, el cual ha llegado con algo de retraso, pero cuyos méritos obligan a olvidar cuestiones cronológicas y dedicarle un comentario, pues se trata de un volumen singular, logrado y edificado a base de obsesiones personales que enriquecen y adensan los textos que lo conforman.

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