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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Gracias a que he sabido ahorrar en los treinta años que llevo produciendo televisión en Lima, y Miami, y Buenos Aires, y Bogotá (las temporadas que pasé en Santiago y Guayaquil fueron cortas, apenas un semestre, y dejaron poco dinero), y gracias principalmente a la generosidad de mi madre, quien, a la muerte de su hermano Bobby, magnate minero, heredó una fortuna y decidió repartir una porción marginal de esa fortuna entre sus diez hijos harapientos, a pesar de que Bobby me había desheredado expresamente en su testamento, un agravio que mi madre piadosamente corrigió, tengo en bancos fuera del Perú suficiente dinero para no trabajar el resto de mi vida. Podría dedicarme a escribir, leer, viajar muy espaciadamente porque los viajes hacen mella perniciosa en mi salud, podría emanciparme de las servidumbres de la televisión y, llevando una vida austera, razonable, sin lujos desmesurados, vivir hasta los ochenta años de mis rentas, retirado del circo carnavalesco de la televisión y confinado a mis tareas de escritor.

No habiendo cumplido aún cincuenta años, los cumpliré en febrero próximo, es una suerte haber llegado a este momento de mi vida, ya mayor, pero todavía no decrépito, inservible, un estorbo, con bastante dinero como para no depender de las televisiones desalmadas, pérfidas, putañeras, ni las editoriales afantasmadas que cada año pagan menos en regalías y parecen condenadas a la quiebra.

Me seduce tomarme un sabático el próximo año. No haría televisión, no me afeitaría, seguiría una estricta dieta vegetariana, continuaría escribiendo la novela que me tiene hipnotizado, trataría por todos los medios de publicar “La sagrada familia”, una historia voluminosa, risueña, picaresca, llena de matices de humor, que recrea la historia de mi familia, mis padres, hermanos, tías, tíos y primos, una novela que, sin haber leído, mi madre, fiel a sus tutoras fascistas del Opus Dei, me ha prohibido publicar, y que yo, por supuesto, voy a publicar, llueva o truene, aunque mi madre me desherede, qué más da. Lo que mi madre no sabe es que no necesito su plata (tampoco me vendría mal, claro), pero con los ahorros que tengo en bancos de inversión, me alcanza para vivir tranquilo los próximos treinta años.

También me cosquillea perversamente la idea de que, si me tomo un sabático de la televisión, dejaría de enviar cuantiosas sumas de dinero a mis hijas mayores. Tienen ya veintiuno y diecinueve años, les he pagado toda la educación escolar, media carrera universitaria y creo que sería justo que ahora su madre pusiera su parte del jamón. Estos últimos años las universidades me han costado 66 mil dólares anuales en costos académicos por cada una, más 30 mil dólares anuales en gastos personales a discreción para cada una, más 40 mil dólares para comprarse una camioneta de lujo cada una. Estamos hablando de 150 mil dólares al año por cada hija y ni siquiera sé qué estudian. He cumplido generosamente, con largueza. Pero mis contribuciones a mis hijas mayores se supone que están inspiradas en la idea de que reciban una buena educación en Nueva York. Pues no estoy tan seguro de que, en las cosas que de verdad cuentan, se han portado educadamente conmigo. No han venido a verme a mi casa en cuatro años, no han conocido a su hermana Zoe de tres años y medio, ven a Silvia y a Zoe como manchas plebeyas en la familia, y solo me escriben para sacarme plata, a veces con engaños, por ejemplo que les envíe no poco dinero, miles de dólares, para estudiar cursos de economía en Londres en el verano, y luego me entero de que están en Ibiza en una juerga interminable. Quiero mucho a mis hijas, pero mientras ellas desdeñen a su hermana Zoe y se nieguen a venir a visitarme al menos una vez al año, la ley no me obliga (y estamos hablando de las leyes de los Estados Unidos) a darles un centavo después de los dieciocho años.

Sin embargo, conociéndome, cuando llegue noviembre y nos sentemos a negociar con mis amigos, los dueños del canal de Miami, Mega TV, dueños asimismo de treinta emisoras de radio en español en Estados Unidos, si me hacen una buena oferta para continuar, seguramente firmaré y seguiré un año más y celebraré mis cincuenta años con una cierta ética de trabajo heredada de mis abuelos: nada de fiestas, saraos, cuchipandas, parrandas, celebraciones cursilonas, discursos borrachosos. Esa noche iré al canal, haré el programa y antes, a la tarde, en una reunión muy íntima, cantaremos y soplaremos las velas y comeremos muy comedidamente las espléndidas bolitas de nueces y cocos y chocolates que hace la señora Benavides en la isla donde vivimos, qué delicias prepara en pionono. No vendrá nadie de mi familia, nadie, ni mi madre, ni mis hermanas, ni mis hermanos, ni tíos o primos o entenados o amigos dados de baja. Lo que yo soy, lo poco que he conseguido ser, lo que me he forjado a pulso no ha sido gracias a mi familia sino en oposición virulenta a esta, remando contra viento y marea, desafiando sus amenazas y sus cartas manuscritas y el melodrama machista y homofóbico que mis padres ponían en escena, que convocaba incluso al tío Bobby, para evitar que yo fuese un escritor y contase las historias que, para bien o para mal, tenía que contar.

Pero esta es entonces una de las tantas ironías que supone envejecer, rebajarse, disminuirse, y es que cuando por fin tienes la plata para jubilarte de la televisión, no quieres jubilarte porque presientes que si te jubilas te morirás del puro aburrimiento y al menos la rutina del programa te mantiene activo, alerta, informado, y cuando por fin tienes la plata para irte tres meses a Europa con Silvia, no te provoca, te da flojera, te imaginas todo lo malo, que te vas a resfriar, que vamos a extrañar a Zoe, que vamos a odiar los controles hostiles de los aeropuertos y los malos modales de los viajeros que no se cohíben sus gases en la cabina del avión. Tienes el dinero para hacer lo que te dé la gana, pero eres tan apocado, tan mediocre, tan pusilánime, que lo que te da la gana es seguir haciendo lo mismo, cumpliendo minuciosamente tu rutina, durmiendo de dos de la mañana a mediodía, escribiendo en las tardes una novela que solo Dios sabe si verá la luz (“Cómo tener una hija y perder dos”), saliendo a las ocho en punto de la noche, cuando ya cae el sol, al estudio en los quintos infiernos para dar vida a un programa impúdicamente llamado “Baylys”, que es como me apellidaron mis padres.

Aunque todavía estamos en setiembre y primero tenemos que planear el cumpleaños de Silvia el 8 de noviembre (yo le digo para ir a Lima y hacer una fiesta con pastillas de éxtasis, pero ella no se anima), ya estoy planeando con todo detalle mis cincuenta años, porque con la vida suicida que he llevado, llegar a los cincuenta merece, creo, una discreta celebración. Me quedaré en esta casa, con Silvia, el gran amor de mi vida; con Zoe, mi hija adorada que no me juzga ni me ve como un cajero automático; y con las entrañables nanas María e Hilda Ibaceta. Qué haremos, no lo sé, habrá que ir improvisando, pero con seguridad daré un breve discurso a la nación que Silvia grabará y luego saltaré desnudo a la piscina desde el balcón del tercer piso. Al día siguiente Silvia me llevará a un spa en Nuevo México y haremos todo lo posible para que me desintoxiquen (pero no soy un carajo optimista).


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