23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

La aprobación de la ley que crea un régimen flexible para jóvenes de 18 a 24 años ha desnudado todos los males que plagan al Ejecutivo, a la oposición, y también a nuestra coja democracia.

¿Por qué el gobierno propuso esta ley? Porque sabe que nuestro mercado laboral es uno de los más disfuncionales del mundo; propios y extraños lo saben. Si estamos en el puesto 130 entre 144 países cuando se evalúan las reglas de contratación y despido, y nuestro grado de informalidad en el mercado de trabajo es astronómico, ¿cómo no tratar de hacer algo al respecto?

Pero los tecnócratas del Ministerio de Economía juzgaron, quizás con razón, que una reforma radical para equiparar nuestras reglas laborales siquiera con las de nuestros socios en la Alianza del Pacífico no hubiera jamás sido aprobada en un Congreso como el actual, y menos con la atmósfera de crispación que el gobierno ha fabricado a pulso.

Se optó entonces por dar una tímida ley que otorgue al menos una esperanza a los jóvenes que no trabajan en la formalidad (9 de cada 10), para insertarse al mercado laboral. Al mismo tiempo asegurarles que no serían explotados como hoy sucede, que tendrían acceso a las ocho horas de trabajo, los servicios de salud, a las contribuciones de jubilación, y seguros contra accidentes. Algo impensable en la situación en que hoy se encuentran. Más importante que todo lo anterior, la ley les da oportunidades de capacitación para así elevar su productividad y su remuneración.

Todo este ‘affaire’ ha puesto de manifiesto que, primero, el gobierno está perdido en cuanto a difusión y estrategia política pre y post aprobación de una importante ley, y que sus políticas no incluyen la más mínima dosis de docencia (se entiende por qué es incapaz de sacar adelante todos los proyectos que cuentan con todos los permisos que él mismo ha otorgado).

Segundo, toda la clase política se ha desnudado mostrando que solo tiene un norte: el poder, el autoblindaje, y que carece en su mayoría de empleabilidad alguna en el sector privado. De allí su pleitesía al ‘chambismo’. Pero la manera descarada en que cambiaron de pensamiento, qual piuma al vento al pedir ahora la derogatoria de aquello que aprobaron, provoca vergüenza ajena.

Entre los empresarios solo estoy al tanto de la defensa de la ley por parte del presidente de la Confiep. Todos los analistas económicos y políticos que he leído se encuentran a favor de la ley, o al menos del espíritu de ella. Excepción hecha, claro, de los conservadores de izquierda, que temen que la ley pueda achicar esa masa desposeída y explotada, precarizando así la razón de su existencia.


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