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Opinión

Todo lo que hace falta tener para romperla en grande en la pantalla chica.

Antes, salir en la tele era un acontecimiento altamente improbable en la vida de las personas. Ahora, casi todo el mundo ha salido alguna vez en la pequeña pantalla y absolutamente cualquier persona puede ganarse la menestra parándose delante de una cámara y poniéndose a emitir sonidos más o menos inteligibles. Antes, comprarse una cámara de video era carísimo. Pocos accedían a tamaños lujos. Ahora todos tenemos una cámara incorporada en nuestro teléfono y otra en nuestra tablet, laptop o PC. Vivimos el reinado del YouTube y absolutamente cualquier persona puede hacer televisión desde su cuarto y llegar a millones. Cualquier hijo de vecino con mínimo floro y aspecto promedio puede convertirse en líder de opinión, celebridad de internet, sex-symbol y, si le da la gana, también en autor de best-sellers que harán palidecer en las ferias del libro a las megaestrellas de la literatura. No sé ustedes, pero a mí no se me ocurriría ponerme a ver la temporada completa de una serie de Netflix en la pantalla de mi celular. Hace ya bastante tiempo –sin embargo– que la gente más joven, mal que nos pese, prescinde con roche del televisor para sentarse a ver la televisión, que ya no es más el ritual colectivo de antaño. Es más usual escucharlos decir “voy a ver videos” o “voy a ver películas”. Nunca te dicen “voy a ver televisión”. Me acuerdo de que, cuando apareció el walk-man, es decir: el primer mini toca-cassette portátil con audífonos con el que, por primera vez, iba a ser posible la utopía de salir a correr escuchando música, mis amigos y yo fantaseábamos con que algún día se inventaría un walk-man para ver televisión. Y se inventó, por supuesto. Aquí mismito, sin ir más lejos, mientras esto escribo, hay otras tres personas solitarias en tres habitaciones silenciosas de mi casa, con los headphones bien enchufados en las orejitas, reunidas en íntima comunión consigo mismas y con sus respectivos smart-phones. De rato en rato escuchas una risita o un murmullo. Nada más. El resto es silencio. ¿Qué estarán haciendo estos ermitaños ensimismados? Están viendo –por teléfono– sus programas favoritos de televisión. Y si, de repente, la llamada de un amigo los interrumpe, muy probablemente se pondrán a charlar un rato –por televisión– mirándose las caritas por el videochat.

Siempre que converso con estudiantes, me gusta recordarles que el solo hecho de que sus papás les hayan comprado el juguetito de ultimísima generación no los convierte, necesariamente, en unos cracks del fotoperiodismo pues, como si no fuese calamidad suficiente que todos tengamos celulares con cámara activos las 24 horas del día, sucede que también tenemos teclados y eso suele inducirnos a la idiotez de pensar que todos podríamos –y deberíamos– escribir. Dios tenga misericordia. Ni siquiera lo intentes. No te atrevas. También podrías cruzar a la botica a comprarte un bisturí y eso te convertiría, de inmediato, en cirujano. Sobre el inconveniente de que todo el mundo se pase el puto día escribiendo, no me voy a explayar. Ya sé que Whatsapp es gratis y que ya casi nadie utiliza el teléfono para llamar. También sé que no hace falta ser don Miguel de Cervantes Saavedra para refundar la lengua escrita digitando la inmensa pregunta celeste ola k ase. Me tomó un huevo de tiempo adquirir el mínimo calorcillo de carpeta y terminar de leer mis buenos cerros de “obras” y de “tomos” antes de atreverme siquiera a chapalear delante de un teclado. Y de idéntico modo, me tomó un rehuevo de tiempo aplanar calles y trochas y gastar abundante suela durante numerosos años como reporterito dominical antes de atreverme siquiera a profanar, con vírgenes zapatitos de charol, el sacrosanto piso de un set de televisión. Pero nada de eso parece necesario ahora. La herramienta hace al maestro. Todos los seres humanos nacemos iguales: bloggers inminentes, youtubers en estado larval. Todos son fulgurantes estrellas a punto de ser descubiertas. Verdad de fe: hoy, cualquier pobre huevón editorializa. Nadie dice que un buen culo constituya requisito obligatorio, pero de que ayuda, ayuda bastante a abrirse paso en el difícil campo del periodismo hablado. Verdad de fe: hoy, cualquier cojudita de mierda es conductora de televisión.

Pero, vamos, tampoco hablemos como viejos vinagres, tampoco seamos tan severos con las nuevas generaciones, ¿acaso existe alguna Escuela, alguna Real Academia de la Gran Entrevista Televisiva? ¿Dónde se matricula uno para el curso de Narración Creíble de Noticias? ¿Cuándo empieza la Maestría en Comentarismo Acertado y Análisis Agudo de Nuestra Compleja Realidad? ¿Qué demonios se necesita para sobrevivir en la endemoniada caja boba? ¿Es menester ser guapo, blondo, ojiverde, atlético, sensual? ¿Hace falta haber llevado cursos de teatro, de impostación vocal, de locución, de charm, de expresión corporal, de gimnasia con cintas? ¿Necesitaré carisma, dientes blancos, naturalidad, sentido del humor, ropa de marca, amplia cultura general, inyecciones de plasma, don de gentes? ¿Qué carajos se necesita tener para triunfar en el maravilloso mundo de la tele? He ahí el secreto de la esfinge. He ahí el inextricable enigma que hasta ahora nadie ha podido descifrar. ¿Quieres un consejo de viejo pendejo? Amigo: ya se te está notando en la cara el esfuerzo. Amigo: you’re trying too hard. Para de pujar. It’s time to stop trying. He visto a los periodistas más versados, prestigiosos y mentaditos de mi tiempo estrellarse trágicamente contra el vidrio, cual aturdidos coleópteros embistiendo a un foco encendido hasta despedazarse, inexorablemente, hasta la muerte. ¿Quién te hizo creer que en la televisión había espacio para todos? La televisión es una diosa insaciable, caprichosa y cruel. No importa cuánto te prepares, ni quién te patrocine, ni qué te pongas, ni cómo te peines, ni cuántos premios internacionales hayas ganado, ni de qué peruanos influyentes seas amigo. Si no es para ti, tu rating siempre será patético. Qué injusto, maldita sea. No hay derecho. Toda una vida intentando descubrir cuál es la fórmula y nada. Nadie la sabe. Todo lo que sabemos es esto: que cuando ella no te quiere, no pasas el vidrio, mi estimado. No lo pasas y no hay tu tía. Te vas de cara. Te quedas como cuando jugabas de niño a aplastarte la trompita de chancho contra esa ventana cerrada que nunca se abrirá. It’s time to stop dying. ¿No pasaste el vidrio? Nunca lo pasarás. La tele siempre ha sido así. Y cuando ella no te quiere, no te quiere.



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