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Opinión

Ese momento trágico en que uno de nuestros más finos humoristas se toma demasiado en serio.

Celebro que Rafo León haya logrado, por fin, la exagerada notoriedad con la que su alma de diva siempre soñó en secreto. Estoy seguro de que ser la portada de El Comercio y de Caretas debe haber sido una de sus más antiguas fantasías, y difícilmente iba a lograr cristalizarlas con sus exquisitos programas de cable A+ (ganadores de premios de creatividad empresarial), ni con sus coffee-table books de turismo interno (auspiciados por transnacionales), ni con ese limeñísimo humor que hace las delicias de regias damas (que esperan su turno, divertidas, en la peluquería Specchi). Me ha resultado impagable verlo emerger, con la camisa abierta y la sonrisa triunfante, del tapizón rojo del Poder Judicial de la avenida Abancay (aj), ofrendar su fina corbata de seda negra para que, con ella, se fabrique un crespón que simbolice la grave afrenta que hoy enluta a nuestra democracia y –esta es mi favorita– improvisar, para las cámaras, una encendida arenga libertaria digna de Nelson Mandela, llamando “hermanos” a una nube de pundonorosos coleguitas (pof), a los que, en cualquier otra circunstancia de la vida, no miraría ni para escupirlos. Pero, bueno, a ver, analicemos: ¿qué cosita pasa acá?, ¿en qué momento el alter ego de la China Tudela comenzó a tomarse a sí mismo tan aburridamente en serio como para llegar a pensar que debía convertirse en el mártir de la libertad de prensa? Yo creo que a Rafo lo está atacando el mismo síndrome crepuscular que a PPK: todos los que aborrecen a su adversaria lo idolatran y él, por supuesto –oh, iluso– se la cree. No se da cuenta –mi amor, por favor– de que no lo apoyan necesariamente porque lo amen, sino simplemente porque aborrecen a su adversaria.

Martha Meier Miró Quesada –la denunciante– debe ser uno de los personajes más odiados por la hoy amenazada República Caviar y vaya que se lo ha ganado a punche, ametrallando, con artillería pesada, a todo aquel que se pase un poco de rosado oscuro. Ninguno de los dos es mi pata del alma, pero a ambos los tengo bien tasaditos. Y Martha es, pues, achoradaza, hepática, lenguaraz, atrabiliaria, recia peleadora de Twitter y, por si fuera poco, fujimorista hasta el extremo. Y fue, justamente, durante su gestión como editora general de El Comercio que Vargas Llosa se peleó a muerte con el diario y dejó de publicar en él para siempre, de modo que el público “apoyo” del Nobel don Mario a su homólogo don Rafael era, en realidad, un público lapo para Meier Miró Quesada, a quien, a estas alturas –sospecho– le debe valer madre lo que Varguitas dijo o no dijo. Total, ¿qué cuernos importa si puede darse el lujo de contratar a Enrique Ghersi y ganar el juicio? Pero, a ver, en serio: ¿por qué será que esta denuncia menuda que penaliza cuatro arañazos entre colegas conocidos ha sido presentada como el gran caso del siglo, el que pone en riesgo las libertades fundamentales en el Perú, si todos los periodistas que alguna vez hemos pisado un juanete también hemos sido denunciados, en uno o varios momentos de nuestras accidentadas carreras, por injuria y/o difamación? Estas demandas que son, casi siempre, una pérdida de tiempo para todos, especialmente cuando –en el colmo del absurdo enfrentan a dos periodistas– se presentan al Poder Judicial con tanta frecuencia que ya hasta se han convertido en el pasatiempo favorito de modelitos, macetones y demás nuevas celebridades lorchas. Todos los días hay una nueva en portada de algún diario colorinche. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre este juicio y los que le metió, por ejemplo, Paolo Guerrero a Magaly, Isaac Mekler a Aldo Mariátegui, Manuel Burga a Phillip Butters, Blanca Rosales a mí o Greyssi Ortega a Peluchín? La única diferencia es que a ninguno de los mencionados los va a poner Berckemeyer, amordazado en la tapa. Que por ninguno de ellos va a mover ese dedo meñique Vargas Llosa. Líos de blancos, que le dicen.

Por lo demás, todas estas escaramuzas de rutina son, básicamente, la misma vaina: no les gustó lo que dijimos, se esponjaron toditos y corrieron a acusarnos porque saben que –ganen o pierdan– este tipo de tristes querellas les darán mucha, pero mucha prensa. Como ya dije al inicio, me alegra que Rafo León haya conseguido por fin su acariciado anhelo de ser cover boy. Lo merece. Yo –que, como ustedes saben, soy una declarada y absoluta attention whore– lo comprendo mejor que nadie. Ya le tocaba. Era lo justo. Rafo ya estaba sufriendo demasiado. Fíjense: hace cosa de unos meses le ocurrió una de esas infaustas coincidencias editoriales que pueden reventarle el hígado a cualquier tundeteclas angustiado por la suerte de sus libros: su volumen de relatos Cualquiera daña a otro se publicó casi al mismo tiempo que Mitad monjes, mitad soldados de Pedro Salinas, ambos bajo el mismo sello. Como todo el mundo sabe, el libro-denuncia de Salinas se convirtió en best-seller automático, opacando un poquito al libro de Rafo, que vendió bastantes miles de ejemplares menos. Pero, como si tan mala noticia no fuera suficiente, resulta que –encima– el prólogo de “Mitad monjes…” había sido escrito –maldita sea– por el propio Rafo, quien, ciego de ira y frustración, llamó a quejarse de lo que él consideraba una imperdonable omisión: “¿Por qué no han puesto en la portada que ese libro viene con prólogo de Rafo León?”. Pero, ¡obvio! Si el libro de Salinas era un éxito, la razón –¿qué duda cabe?– era su prólogo. La noche del martes que lo entrevisté, el defensor del lector de este diario, Carlos Basombrío, me contó, contrariado, algo que ni él mismo terminaba de creer: que, al oír que lo encontraban culpable (y le leían una de esas sentencias mantequilla de te-condeno-pero-no-te-condeno que a veces nos ligan a los blancos), Rafo León había amenazado a gritos a la jueza y le había advertido de que ese era “¡el inicio del fin de su carrera!”. ¿Qué cosa? Creí que Carlos había escuchado mal, pero luego llegué a casa y vi, en las noticias, cómo su atónito abogado hacía denodados esfuerzos por mandarlo a callar antes de que la jueza decidiera mandarlo esposar, que es lo que tendría que haber hecho con cualquier acusado ante ese despliegue de prepotencia de señora pituca indignada con la cajera de Wong. Para suerte suya, la jueza choleada en público se dejó atarantar, que si le tocaba una con agallas, se iba en cana sin escalas provocando, ahora sí, ese “escándalo internacional” que él mismo presagiaba en la víspera y que nunca se produjo. Pucha, Rafo: ojalá que este orgasmo múltiple de figuración te limpie el aura, te eleve el austral y te alinee las chakras. Que te dure, que te dure. Disfrútalo al máximo, que la gloria es efímera, cholo. La próxima semana todo esto será historia y habrá que buscar nuevas maneras de seguir llamando la atención.


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