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Opinión

Carlos Meléndez,Persiana Americana
De un tiempo a esta parte, una modalidad de protesta terrorista se ha vuelto recurrente en Chile: los ‘bombazos’. El que explotó ayer en una estación del Metro de Santiago ha sido el de mayor gravedad, porque tenía el objetivo de cobrar víctimas humanas. Los 27 atentados anteriores buscaban principalmente dañar bienes materiales, de propiedad privada (cajeros de bancos) o de impacto simbólico (cerca de delegaciones policiales). El evento de ayer marca un punto de inflexión.

Hay una preocupación creciente sobre el origen y el efecto de los ‘bombazos’. Entre las hipótesis que se manejan, la más plausible considera la autoría de grupos anarquistas. Las protestas estudiantiles del último lustro han radicalizado posiciones extremistas que no descartan la violencia como instrumento para la lucha política. Obviamente, estas posiciones no encuentran cabida dentro de los partidos y organizaciones sociales formales. Por ejemplo, el Partido Comunista de Chile condenó este tipo de comportamiento antisocial. Pero hay un radicalismo antipartidario que empieza a notarse con más belicosidad.

Las consecuencias han golpeado aún más el prestigio del ‘modelo’ sureño. Hace más de un mes, gobiernos de EE.UU., Gran Bretaña, Canadá, entre otros, lanzaron advertencias públicas, para sus ciudadanos que contemplen viajar a Chile, sobre los potenciales riesgos asociados. Además, la demora de la agencia de inteligencia chilena para frenar la expansión de estas acciones terroristas ha cuestionado su eficiencia y ha puesto en debate la renovación de la legislación antiterrorista. Surge así un dolor de cabeza más –sumado a la recesión económica y a la reforma educativa– en la agenda urgente de Bachelet, en apenas seis meses de su nueva gestión.


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