Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Hace unos meses mi madre vino de visita a Miami. A pesar de que ya es una mujer mayor, le gusta mucho viajar. Se alojó en el departamento de mi hermano menor, Antonio, un caballero. Silvina y yo fuimos a visitarla y tomamos el té con ella, mi hermano estaba trabajando en el banco.
Yo sabía que Casandra, mi ex esposa, se había comprado una casa, y una gran casa, a dos calles de la casa de mi madre, en Miraflores. Había visto fotos de la casa en una revista de actualidad de Lima, que aludía a mi ex esposa como “la dignísima” Casandra Martínez y se refería a ella con grandes elogios por “rehacer” su vida luego de que yo la echase con mezquindad del departamento que le había regalado.
Me parecía extraño, sospechoso que Casandra se hubiese comprado esa casa. Le pedí a mi chofer en Lima que tomase fotos de la casa. Me mandó veinte o treinta fotos. Era una casa preciosa, con aires de castillo, de dos pisos, muy elegante. No podía costar menos de un millón de dólares. ¿De dónde había sacado la plata Casandra?
Yo sospechaba del origen del dinero que Casandra usó para comprar la casa pero no tenía pruebas. Hasta que, tomando el té con mi madre en el departamento de mi hermano en Miami, se lo pregunté a quemarropa: Mamá, ¿tú le diste plata a Casandra para que se comprase esa casa a cuadra y media de tu casa? Mi madre se puso pálida, tomó aire, se compuso, se preparó para lo que podía ser una discusión acalorada y respondió: Casandra y yo quedamos que era un secreto, pero tú me estás preguntando y yo no te voy a mentir: sí, yo le di la plata, aunque le juré que nunca te diría nada a ti, pero ahora te lo estoy diciendo porque no quiero mentirte. Silvina me miró con cara de yo siempre te dije que tu mamá le había dado la plata a esa zorra. Yo pregunté lo que era lógico: ¿Cuánto le diste? Mi madre, que ya era una mujer mayor y no registraba bien los detalles, respondió con sinceridad: No me acuerdo, no me acuerdo nada, solo me acuerdo de que fui al banco en secreto, bajamos a la caja fuerte, me dieron los fajos en un maletín y los metieron en la maletera de mi auto y se los llevé a Casandra, nos encontramos en un parque de San Isidro por donde vivía tu papapa Jimmy y le pasé la plata de maletera a maletera.
Hubo un momento de tensión. No quise ofuscarme. Podía alegar que mi madre debió consultarme o informarme pero no servía de nada. Solo pregunté tímidamente: ¿Era un millón? Mi madre respondió: No sé, no me acuerdo, eran muchos fajos, pesaban bastante, la maletera estaba llenecita. Silvina prudentemente guardaba silencio. Tomé un sorbo de té y pregunté: ¿quién sabe cuánto le diste exactamente? Mi madre respondió: Tu hermano Antonio, él tiene apuntado todo en un cuaderno, el sabe cuánto le di en total. ¿Por qué, le diste más plata? Sí, le hice tres entregas en total. ¿Tres entregas? ¿No bastaba con la primera? No, hijito, con la primera compró la casa, luego me llamó y me pidió más para refaccionarla y luego me llamó y me pidió más para decorarla. ¿Y las tres veces tú fuiste al banco y sacaste la plata en efectivo y se la llevaste en la maletera de tu auto? Sí, hijito, yo misma fui, yo misma le di la plata, siempre nos encontrábamos en el mismo parque y lo hacíamos todo rapidito, sin que nadie se enterase, salvo los del banco, claro, y tu hermano Antonio, que me lleva las cuentas en el cuaderno y no estaba de acuerdo con mis donaciones a tu Casandra. ¿Antonio sabe cuánto le diste en total? Sí, él sabe todo, él lo tiene apuntado, por algo es banquero y mi tesorero de confianza.
Bien, la duda había quedado resuelta: Casandra le había dicho a mi madre que yo las había echado a la calle, no le había contado que había recibido ciento cincuenta mil dólares de mí para mudarse ese año y le había sacado dinero a mi madre para comprarse una gran casa que luego había anunciado (sin decir que mi madre había pagado por ella) en su revista favorita de Lima. Mi madre explicó sus razones morales: lo hizo por mis hijas mayores, para que se recuperasen del trauma de nuestra pelea, lo hizo para que Casandra se sintiera desagraviada, lo hizo con ánimo conciliatorio, tratando de apagar el fuego que yo había provocado, echándolas de mi casa. No dudé un segundo de sus buenas intenciones. Pregunté: ¿Y la casa a nombre de quién está? Mi madre respondió: Eso no sé, no tengo idea, pero es la casa de tus hijas, mi amor, de mis nietas, y Casandra me dijo que es la casa en la que tú siempre hubieras querido vivir, la casa de tus sueños, deberías ir a verla, te encantaría, es todo tu estilo. Silvina miraba consternada. Yo pensaba: es altamente improbable que algún día vaya a recorrer esa casa comprada aviesamente, abusando del candor de mi madre. Porque esa casa no era solo para mis hijas, era principalmente para mi ex esposa, eso estaba claro. Pero ya todo estaba hecho y no podía enojarme con mi madre, solo agradecerle su infinita bondad y sus deseos tan nobles de socorrer a una parte de su familia que, por mis malos modales, había quedado desprotegida y humillada. Desde el punto de vista de mi madre, era todo irreprochable. No desde el punto de vista de mi ex esposa, claro: ella podría haber regresado a la casa del vivero (pero no, ella quería una gran casa a su nombre y comprada por alguien que le tuviese lástima), ella podría haber alquilado una buena propiedad con el dinero que le cedí (pero no, ella quería ser propietaria, no inquilina), ella podría haberle pedido el dinero a su madre, no a mi madre, a su padrastro, no a mi madre, pero conspiró para sacarle todo el dinero posible a una persona como mi madre, que es puramente espiritual y no da importancia alguna al dinero, cosa que no podría decirse de la madre de Casandra o su padrastro.
A los pocos días hablé con mi hermano Antonio, quien me informó de que, en total, mi madre le había dado a Casandra un millón y medio de dólares, un millón para la compra de la casa (que se había inscrito a nombre de una empresa off-shore panameña, por consejo del padrastro de Casandra) y el medio millón restante, entregado en dos partes, para rehacer la casa y decorarla apropiadamente. Antonio había visitado la casa y le había parecido estupenda, muy acogedora, un lugar espléndido para vivir, aunque al parecer le había dicho a Casandra que sacarle un millón y medio de dólares a mi madre le parecía excesivo, lo mismo que a casi todos mis hermanos, salvo a uno que desde siempre era sospechoso de ser amigo muy íntimo de mi ex esposa. Le pregunté a Antonio si él y mis hermanos pensaban que ese dinero era una donación de mi madre o si debía descontárseme eventualmente a mí cuando fuese el momento oportuno. Antonio fue muy elegante y encontró las palabras exactas para decirme, sin que sonara agresivo, que la mayor parte de mis hermanos consideraba que mi madre había apagado un incendio descomunal que yo encendí y que por tanto yo debía devolver al patrimonio de la familia el millón y medio que mi madre había entregado para sofocar el incendio. Yo era el pirómano, era el culpable, mi madre era la bombera, la socorrista, y Casandra era la víctima chamuscada que mamá había rescatado de las llamas, instalándola en una propiedad bien aireada. Le dije a Antonio que apuntase en el cuaderno que ese dinero se me descontaría a mi muerte o a la muerte de mi madre o si ella nos heredaba (todavía más) en vida. Antonio aprobó. Cuando nos despedimos, se lo repetí para que no quedasen dudas: esa plata me será descontada, yo pagaré el millón y medio a la familia por la casa regalada a Casandra.
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