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Opinión

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No he cumplido todavía cincuenta años y ya me quiero jubilar de la televisión. Si seré vago. Mi padre me lo decía: “Tú eres la ley del mínimo esfuerzo”. Y papá tenía razón. Aunque creo que en eso nos parecíamos, no éramos adictos al trabajo. A él le gustaba oír sus programas de radio en inglés, a mí los de fútbol peruano.

Tampoco soy escandalosamente holgazán porque cumplo con hacer mi programa de todas las noches, y mal que mal son ya treinta y un años saliendo en televisión. O sea que al menos he sabido mantener un trabajo, cambiando de canal cada tanto, pero haciendo una carrera. Realmente me impresiona que un sujeto tan vago como yo, tan indispuesto a los sobresaltos y disgustos del trabajo, haya hecho una carrera. Incluso, y no exagero, he hecho dos carreras: una de treinta y un años en la televisión regional (y pido que se cuente el uno de los treinta y uno porque mi decisión de retirarme cumplidos los treinta estaba tomada y Silvia me convenció de que ir a la televisión todas las noches era bueno para mi salud y mi economía), y la otra, de veinte años ya, como escritor, con quince novelas publicadas en España y América.

¿Cómo un individuo tan perezoso, tan haragán, tan flojo hasta los huesos ha podido desarrollar, y con moderado éxito, dos carreras? No lo sé, no encuentro respuesta. Pero hay un indicio, una pista: ambos oficios se cumplen sentados, y en sillones bien confortables, y no tengo que hacer ningún esfuerzo físico, dado que, en mi caso, hablar no es un esfuerzo físico sino un placer inenarrable. Esta es otra pista que emparenta a mis dos carreras: en ambas, además de estar sentado, hablo, desvarío, digo pamplinas y zarandajas, juego con las palabras, pero sobre todo hablo disparates. En la televisión converso, lo cual tiene sus riesgos, porque el interlocutor puede resultar divertido y estimulante, o puede resultar un plomo, un baldón, un pipiolo envanecido que se cree el rey del mambo y, aquí me divierto mucho, le digo que es el rey del mambo, porque me encanta ver cómo se le infla el ego como un suflé. Cuando escribo también hablo ocasionalmente, de pronto un exabrupto, una vulgaridad, pero hablo con mis personajes o ellos me dictan cosas afiebradas y generalmente me pongo de pie y digo las cosas procaces que luego me siento y escribo. Pero hablo mucho cuando escribo, solo que hablo las cosas como son, sin afeites, sin circunloquios, sin querer halagar a nadie: todo lo contrario de la televisión.

En televisión, es una ley tácita que todo es más falso, más exagerado al punto de falsificar y maquillar la verdad. Tienes que ser, en lo posible, un anfitrión amable, generoso, y si no te gusta el disco, tienes que decir que te gusta, te encanta, está buenísimo; y si no te interesa la película, tienes que decir que te hipnotiza, te embruja; y si no te interesa nada del invitado y es un músico callejero, reggaetonero, que se soba la entrepierna con frenesí y tiene una mirada de sicópata que tú piensas este cachafaz si no estuviera haciendo música ya estaría en un centro correccional, tienes que decir que el chico te parece un encanto, es así.

Como soy un vago genético, incurable, ya estoy pensando en retirarme de la televisión a los cincuenta, hay que saber decir adiós a tiempo. Pero mis riñas, querellas y enconos con la literatura seguirán calentándome la sangre hasta el penúltimo de mis días, eso no me lo quita nadie.

Y creo que he mentido tanto, tanto, en la televisión, por ser amable, claro, por ser un tipo de buena entraña, por quedar como un anfitrión educado que sabe decir gracias y exagera y presenta las obras de los artistas como si fueran excelencia artística pura, cuando esto es tan insólito, tan infrecuente (aunque he tenido algunos artistas en el programa de ese nivel), que quizá, para redimirme de todas las mentiras que he dicho cuando, mostrando el disco, he dicho está buenísimo, está genial, no puedes perdértelo; o, mostrando el libro, he dicho te lo recomiendo con entusiasmo, es un libro que te cambiará la vida, ja, que quizá toda mi parte oscura, mezquina, ruin, innoble, que ve lo peor del alma humana, la he volcado en muchas de mis novelas, tal vez para escapar de tantas mentiras mercenarias vertidas en televisión por unos pesos más y encontrarme con una voz que de veras sea la mía, aunque esa voz, mi voz, diga, en las ficciones, desmesuras y maldades abyectas y parezca la de un canalla con ganas de matar a alguien.


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