13.MAY Lunes, 2024
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Opinión

Nadie lo vio venir. Veinticuatro horas antes de sus 81 puntos ante Toronto Raptors, nada especial se cocinaba en el cuerpo y en la mente de Kobe Bryant. Ningún proceso químico parecía anunciar lo que el escolta de Los Angeles Lakers llegaría a producir la noche del 22 de enero del 2006. Era un domingo cualquiera en el Staples Center. Ni siquiera Jack Nicholson, la celebridad más ubicua en cada juego de los californianos, estaba en el estadio. Bryant ya era el jugador más importante de su generación, pero aquel partido no lucía especialmente atractivo en una jornada donde se definía a los clasificados al Super Bowl. Kobe tampoco lo vio venir. El día anterior celebró el tercer cumpleaños de su hija Natalia y cenó pizza de pepperoni. Le dolían las rodillas. Venía de marcar 12 de 33 tiros de campo ante los Suns en Phoenix. “Tengo noches en que los tiros no entran”, había dicho tras la derrota. De vuelta en Los Ángeles volvió a lo suyo, a ser Kobe. Y ser Kobe es como ser Messi, es no saciarse nunca y levantarse otra vez. Es convertir un encuentro cualquiera en una obra de arte. Así te duelan las rodillas y te hayas comido una hamburguesa con papas fritas minutos antes. Eso es lo que hizo Bryant a puertas de su partido 666 en la NBA, curiosamente el mismo día en que su abuelo –ya fallecido– cumpliría años y la misma noche en que su abuela asistió por primera y única vez al estadio y lo vio jugar como una bestia incontrolable. Los Lakers perdían por 18 puntos y la ‘Mamba Negra’, como se apodó a sí mismo en honor a un personaje de la película Kill Bill, logró la segunda mayor anotación histórica de la NBA desde los 100 puntos de Wilt Chamberlain en 1962. La adversidad fue el combustible que necesitó para rebasar la mejor marca anotadora de su ídolo Michael Jordan (69) o los 62 puntos que firmó un mes antes en un duelo que los Lakers ganaron fácil a Dallas Mavericks. Cuando el técnico Phil Jackson mandó a preguntar si quería jugar algunos minutos del último cuarto para superar los 70 puntos, el escolta dijo que lo haría en otro momento. “Lo haré cuando realmente lo necesitemos”, respondió. Ese momento llegó hace una década y, como la actuación de Maradona ante los ingleses o la exhibición de la gimnasta rumana Nadia Comaneci en Montreal ‘76, nadie lo olvidará. Las zapatillas que usó aquel 22 de enero se lucen en el Salón de la Fama, pero la camiseta púrpura y oro con el número ocho está enmarcada en el gimnasio de su casa y en la memoria colectiva. El único jugador de la NBA que militó 20 temporadas en un mismo equipo se retirará dentro de algunas semanas. Tendrá tiempo para jugar un último All Star (el °18) antes de quedar suspendido en una canasta inacabable.


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