23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

La vida del cocinero no es fácil. Se levanta muy temprano, casi al alba, para conseguir los mejores ingredientes. Cocina el almuerzo, administra su negocio durante la tarde, vuelve a la cocina para la cena, se acuesta pasada la medianoche y luego vuelve a empezar la misma rutina al día siguiente, solo que con un detalle: el fin de semana no es su tiempo de descanso, sino, más bien, el de mayor trabajo. El destino del cocinero es trabajar cuando la mayoría se divierte.

Sin embargo, todo este esfuerzo, que puede parecer titánico, tiene una enorme recompensa. Cada día y en tres ocasiones, el cocinero tiene la oportunidad de hacer felices a los demás con aquello que el sabe hacer: cocinar. La mesa, compartir, revivir recuerdos de infancia y de amor materno, todo, confabula para que la cocina saque a relucir lo mejor del ser humano y, por ende, para que el cocinero, al final del día, pueda agradecer y decirse a sí mismo que, en realidad, a pesar del esfuerzo, su profesión es una de las más hermosas.

Por ello, consciente de que la cocina es un espacio de fraternidad, de goce y de alegrías, el cocinero suele ser casi siempre una persona positiva que va buscando siempre oportunidades, incluso en las situaciones más adversas. Sus batallas, que no son pocas, las libra como él sabe hacerlo, a través de su cocina. Evita la confrontación y el choque porque sabe que su arma de convencimiento no es otra que la seducción, consciente de que con ello no renuncia a su lucha, sino, más bien, ocupa el lugar que le corresponde en ella, el de proponer caminos, liberar emociones, curar heridas, tender puentes, contagiar sueños e ilusiones. Ese es el rol del cocinero activista de estos tiempos, el rol de buscar siempre, en cada escenario, la ventana, el camino, la oportunidad.

Hace unas semanas, tuve la suerte de asistir en la hermosa ciudad vasca de San Sebastián a un encuentro en el cual debíamos discutir cómo lograr que esos millones de toneladas de proteína animal renovable que representa la anchoveta puedan, en un día cercano, alimentar a millones de personas y con ello contribuir a la sostenibilidad de nuestro planeta. ¿Extraer millones de toneladas de un recurso marino para sostener nuestro planeta? ¿No parece una contradicción? Pues no.

Uno de los grandes desafíos del futuro cercano es el de generar la suficiente cantidad de proteínas para una población cada vez más creciente sin que esta producción presione más a nuestro planeta. A los seres humanos nos encanta la proteína animal y, por ello, se producen inmensas cantidades de esta en todo el mundo. Sin embargo, para producirlas se requiere de energía, territorios, enormes campos de cultivos y, en algunos casos, como el que nos convoca, especies renovables como la anchoveta, a tal punto que se requieren cuatro kilos de anchoveta para producir un kilo de pescado de granja en el mar.

Toda esta actividad suma a la alarmante presión al medio ambiente, que podría ser mitigada si encontráramos una proteína animal que se reproduzca y se renueve por sí sola año a año y que, además, lo haga en abundancia, de manera que pueda proveer proteínas para cientos de millones de personas. Pero, claro, hay un pequeño detalle. De momento, salvo en los países mediterráneos, donde la anchoa es considerada un auténtico manjar, el resto del mundo todavía se resiste a comer anchoveta. Esa es la realidad.

Por ello, nuestro encuentro allí tenía como principal objetivo discutir cómo los cocineros del mundo podíamos utilizar todo nuestro ingenio para crear, con este recurso, productos y conceptos que animen a las personas a consumirlo, de manera que parte de esa enorme cantidad de anchoveta que hoy se usa para hacer harina poco a poco vaya usándose para el consumo humano. No estábamos allí para pedir a los gobiernos que prohibieran la fabricación de harina y que obliguen a destinar la anchoveta a consumo humano. ¿Qué sentido tendría una medida de esa naturaleza teniendo en cuenta que hoy todavía son muy pocos los que la quieren comer? Se perdería un recurso que, por ejemplo, en el Perú, si todos lo amaran como aman el pollo, podría dar de comer a cada peruano 200 kilos de anchoveta cada año. Pero la realidad es que este recurso se perdería porque, si bien los peruanos vamos aprendiendo a comer anchoveta poco a poco, a recuperar la memoria de nuestros antepasados que hicieron de ella la gran proteína que forjó sus civilizaciones, lo cierto es que aún distamos muchísimo de lograr que la anchoveta sea nuestra proteína favorita. El lado bueno de esta historia es que, si logramos modificar los gustos del mercado, todos nos beneficiaríamos. Los peruanos, con una proteína animal excelente y económica; el medio ambiente, al ser una proteína renovable; y, por supuesto, la industria pesquera industrial, dado que la pesca para consumo humano tanto en fresco, congelado, enlatados y derivados tiene una mayor rentabilidad que la destinada a harina.

Pero, claro, para que eso suceda, tenemos que reinventar el mercado. Y para hacerlo tenemos que inventar productos, historias y campañas mágicas que encandilen al consumidor peruano de manera que poco a poco incorpore más y más a la anchoveta en su mesa.

De eso trataba nuestro encuentro, de cómo hacer una hamburguesa de anchoveta que, en una cata ciega, logre que todo el mundo coincida en que es más rica que la de una carne angus; de cómo hacer que la pizza de anchoa deje de ser la pizza solo para los conocedores para convertirse en la favorita de los niños; de cómo inventar commodities culinarios deliciosos hechos con anchoveta que nos ayuden a popularizar su consumo, y así poco a poco ir modificando el escenario y el mercado para beneficio de todos: consumidores, pescadores, medio ambiente e industria.

Inventar un mundo mágico de la anchoveta. Esa es la misión del cocinero. Como dijimos al comienzo, abrir caminos, buscar la oportunidad, ese es su rol.


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