23.NOV Sábado, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Voy caminando por la avenida Dos de Mayo, en el límite entre San Isidro y Lince. Mi viejo barrio de la infancia ha cambiado mucho y poco. Los viejos árboles siguen allí, las viejas casonas ya no están. Las veredas siguen siendo las mismas, quienes las transitan son otros. Antes eran niños perseguidos por sus abuelas. Hoy son transeúntes saliendo de cientos de oficinas. Aún está Rovegno y su horno de piso Pavailler, el que hacía los mejores baguettes de la ciudad; ya no está el nido La Espiguita, aquel en el que descubrí, sin darme cuenta, que mi infancia no sería de pelotas sino de camotes. Y es que cuando era niño y todos mis amiguitos del barrio jugaban al fútbol en la vieja cancha de la parroquia, yo jugaba a hacer rabadillas de pollo al horno o calamares arrebozados en leche.

Pertenecía a un mundo en el que nadie, solo yo, soñaba con ser cocinero.

Al mismo tiempo, solo que en territorios distintos, algo similar sucedía con algunos de mis compañeros de clase en la escuela.

Uno pasaba sus días, horas de horas, practicando el que luego sería su famoso golpe de revés, hasta que un día se convirtió en el campeón mundial junior de Wimbledon, Jaime Yzaga. Otro, cuando todos sucumbíamos en las fiestas de 15 años ante el rock and pop, exploraba y exploraba desde las trincheras del punk, sin saber que un día se convertiría en Pelo Madueño. Cada uno a su manera, sin darnos cuenta, habíamos decidido ir en contra de lo establecido, romper las reglas que la sociedad nos imponía, para intentar liberar esa voz que llevábamos dentro, que nos decía que teníamos un sueño por el cual luchar. En la cocina, en el deporte, en la música, ninguno sabíamos hacia dónde nos llevaría aquel sueño, simplemente queríamos que un día se hiciera realidad, a pesar de que todos se empeñaban en convencernos que aquello no sería posible. Sueños de niño que rompieron las reglas y tuvieron un final feliz.

Cómo ha pasado el tiempo, pienso y suspiro, mientras disfruto de mi helado caminando por las calles de la avenida de mi infancia. Llego a la esquina de Las Palmeras con Dos de Mayo. El semáforo ordena rojo a los autos que están en Las Palmeras, señal inequívoca de que puedo cruzar, solo que un instinto extraño me detiene y me advierte que antes debo mirar a ambos lados, no vaya a ser que…. Y vaya que lo fue. Como no había autos cruzando por la avenida, uno que venía del otro lado de la pista decide cruzar la luz roja, cruza la avenida y, al verme, sobrepara ligeramente como si de alguna manera sintiera que me estaba haciendo un favor al dejarme cruzar, cuando en realidad había cometido una falta grave. Al verme, el conductor me sonrió como esperando agradecimiento y complicidad de mi parte, debido a su noble acto, cosa que evidentemente no
sucedió.

“Causa, te has pasado la luz roja”, le increpo en tono amigable.

“No había carros pues, hermano”, me responde con el mismo tono.

“Pero la luz roja es luz roja”, le digo ya un poco menos sonriente.

“Pero si todo el mundo lo hace pues, hermano. Tampoco voy a ser sonso”, me dice mientras avanza su auto, eso sí, cerrando el diálogo con su declaratoria de guerra final.

“Sobradito habías sido, ¿no?”.

Sigo avanzando por la avenida de mi infancia con el desasosiego de aceptar que aquellas reglas que de niños nos obligaban a seguir eran muy distintas y mucho más indulgentes a las de hoy. En aquellos tiempos, querían que fuéramos a misa todos los domingos porque eso era lo que todos hacían; querían que fuéramos abogados, médicos, ingenieros porque era lo que todos valoraban; y querían que jugáramos al fútbol, escucháramos música pop y no conviviéramos antes de casarnos porque era lo que todos querían. Aquellas eran reglas que, en todo caso, de haberlas aceptado, habrían afectado positiva o negativamente nuestras vidas, pero no la vida de los demás. En cambio, hoy parece que decidimos seguir reglas que nada tienen que ver con lo individual sino más bien con lo colectivo, solo que amparados bajo el mismo argumento con el que se solían defender las reglas de antes. Porque todos lo hacen.

¿Resulta que ahora uno tiene derecho a pasarse la luz roja, no ceder el paso a peatones y vehículos, tocar la bocina indiscriminadamente o parquearse en lugares no permitidos solo porque todos lo hacen? ¿Será por ese mismo motivo que, el otro día, un señor bajó de su auto elegante a recoger su pedido en el chifa de mi barrio y al pagar pidió su descuento a cambio de que no le dieran boleta o será por eso que otra señora elegante llegó a la caja del supermercado llena de compras para su casa y pidió factura entregando el RUC de la empresa, para gastos que eran evidentemente de su hogar? ¿Será que creen que porque todo el mundo lo hace eso no es un delito? Será por eso que en varios distritos la morosidad de pago de los arbitrios, recurso principal para hacer obras distritales, puede llegar hasta un ochenta por ciento, es decir, ocho de cada diez vecinos no contribuyen a su distrito porque creen que como nadie lo hace entonces ellos tampoco?

No nos estamos refiriendo con estos ejemplos al político o funcionario que roba o al ladrón que asesina. En ambos casos, delincuentes. Nos referimos al buen padre, al buen amigo, al ciudadano honorable que se rompe el lomo trabajando para sacar adelante a su familia y que de pronto se ve enredado como actor de una escena que –viéndola desde fuera– es absolutamente contradictoria con todo aquello que él sueña para los suyos: una vida digna, segura, ordenada, donde todos nos respetemos y podamos vivir en armonía y en paz.

He llegado a la avenida Arenales, esquina con 2 de Mayo. Mi caminata por la avenida de mi infancia anuncia su final.. Y me invade un último pensamiento. ¿Y si esta vez rompemos las reglas nuevamente? ¿Qué pasaría si a partir de mañana no nos importa lo que los demás hagan o digan? ¿Qué pasaría si a partir de mañana respetamos el paso de cebra, cedemos el paso en vez de cerrarlo, dejamos de tocar la bocina, exigimos o entregamos boletas, declaramos lo que de verdad producimos o pagamos nuestros arbitrios municipales? ¿No habría menos tráfico y ruidos molestos? ¿No tendríamos más dinero para obras o servicios públicos? No habría más seguridad y nuestras conciencias dormirían mucho más tranquilas? ¿Acaso con nuestros actos y nuestras decisiones no beneficiaríamos a la vida de todos aquellos que tanto queremos y cuidamos? Romper las reglas nunca tuvo tanto sentido.


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