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Opinión

Hace 16 años, un conjunto de países, entre ellos Grecia, decidieron adoptar una moneda única, el euro, bajo el mandato del Banco Central Europeo, cuya meta estaba centrada en mantener un bajo nivel de inflación, para cuyo fin la política monetaria unificada debía basarse en criterios de sostenibilidad de largo plazo. Tres fueron las críticas principales a la propuesta.

La primera estaba referida a la desigualdad de los países: mientras Alemania mostraba una gran capacidad económica y excelentes perspectivas de crecimiento, Portugal o Grecia basaban su economía en turismo y servicios. Así, se temía que Alemania se beneficie de esta unión a costa de los países más débiles.

La segunda se relaciona con la ausencia de una política fiscal única. Algunos países como Grecia y España siguieron “jugando al Estado de bienestar” con un conjunto de beneficios sociales, como elevadas pensiones y bajas edades de jubilación, insostenibles a largo plazo. Esto solo impulsó que se generen elevados déficits fiscales, que fueron financiados con deuda.

Y la tercera: no se planeó una política financiera homogénea. Los bancos alemanes con excedentes de dinero, provenientes de su mayor PBI y un manejo fiscal prudente, fueron los principales prestamistas de los bancos griegos, los cuales, a su vez, financiaron las necesidades de mayor gasto de la población y del gobierno, con una economía sin capacidad de producción.

Así, la crisis financiera del 2008 golpeó fuertemente a Grecia, y hoy el 60% de los jóvenes se encuentran desempleados mientras el 50% de la población es pensionista. Grecia ha logrado sobrevivir con préstamos que debe pagar, pero que no puede. Es por ello que hoy se enfrenta a la posibilidad de declararse en quiebra y, con ello, salir del euro.

Queda claro que es imposible para Grecia salir adelante sin un sinceramiento de la capacidad real de gasto del país, si desea pensar en algún posible futuro.

Giovanna Prialé
giovanna.priale@peru21.com


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