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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Hace diez años vine a Disneyworld, Orlando, con mis hijas mayores. Vinimos los tres solos. Fue un viaje muy feliz, extraordinariamente feliz. Habíamos venido antes con su madre, pero yo la había pasado mal porque la señora era estricta y mandona, y obligaba a las niñas a subirse a juegos que no querían y exigía que fuéramos felices en unos grados de éxtasis que no nos fluían.

Ese viaje, los tres solos, fue uno de los momentos estelares, de máxima dicha y regocijo pajero, que recuerdo con mis hijas en los diecisiete años que supimos ser amigos; luego todo se fue al carajo. Fue un viaje cuya finalidad o propósito era reírnos y no hacer nada. Nos reímos como nunca. Qué grandes amigos éramos.

En la autopista de Miami a Orlando, un pájaro grande, blanco, picudo, vino volando bajo y decidió suicidarse estrellándose contra el parabrisas de la camioneta que manejaba. No fue un descuido, un accidente, el pájaro venía extenuado, averiado, podrido de vivir, y con gran arrojo se suicidó en nuestras narices. Nos impresionó mucho. Nunca había visto a un animal suicidarse.

En Disney nos quedamos en el hotel de los señoritos pipiolos y acicalados, el Grand Floridian, pero no en las suites más caras, sino en habitaciones regulares, los tres en el mismo cuarto. A media mañana tomábamos el tren y bajábamos en Magic Kingdom, y cada día nos parecía más horrible, más insoportable, más deprimente, nauseabundo e infernal. Los juegos nos parecían estúpidos, las filas eran densas y sudorosas, el mundo parecía no tener salvación viendo a tantos padres estresados empujando los cochecitos de sus bebés demasiado pequeños para entender nada. Fue un espanto, el asco puro. No teníamos ganas de meternos a ningún juego ni encontrarnos apiñados entre ese amasijo de obesos tragando panes con salchicha y haciéndose fotos como si estuvieran en el nirvana. La conclusión a la que llegamos fue que Magic Kingdom, Disneyworld, Orlando, era una mierda, y no había que volver más.

Pero ya estábamos allí, y ya me habían cobrado los miles de dólares que cobran estos usureros que hacen fortunas de la idiotez de la gente como yo, de sus ganas imbéciles de ser felices. Y entonces mis hijas mayores y yo decidimos que no haríamos nada, dormiríamos hasta mediodía y, a la tarde, buscaríamos un lugar esquinado, con sombrita, con muy poco tráfico humano, alejado del mar de gente espantosa exigiéndose ser feliz, y allí nos sentábamos los tres, tranquilos, relajados, a la sombra, y simplemente nos dedicábamos a observar a la gente, a decir mezquindades y crueldades sobre ella, a burlarnos y hacer escarnio de los viandantes, a ponerles apodos injuriosos, a imaginarles unas vidas espeluznantes, a cagarnos de risa de cada bípedo que pasaba. Cómo nos reíamos de la gente, de las pendejadas que decíamos de cada pánfilo o pasmarote que pasaba apurado empujando su cochecito; cómo nos reíamos pensando que ese era el mejor juego de Disney: buscar una sombrita, parapetarse en una esquina, mirar a la gente y burlarse sin compasión de ella. Mis hijas y yo teníamos un humor muy compatible y nos moríamos de risa, y luego volvíamos al hotel y nos bañábamos en una piscina con patos.

Fue un viaje increíblemente feliz, el más feliz que hice con ellas.

Diez años después, por amor a Silvia y nuestra pequeña hija Zoe, de tres años, he vuelto al infierno, al horror, a la barbarie estúpida y contenta, a sabiendas de que estaba metiéndome en un pantano. Hemos manejado cuatro horas, nos han dado dos suites muy confortables, nos hemos dado prisa para llegar a Magic Kingdom antes de que cerrase y ha sido una experiencia terrorífica, escalofriante para mí. De nuevo verme entreverado en esa masa humana chata, fea y babosa; de nuevo arrastrarme entre homínidos que se jactan de su felicidad con una impudicia que avergüenza; otra vez subirme al jodido carrusel después de una cola de media hora y a las malditas tacitas giratorias después de otra fila de media hora (para que, además, mi hija termine mareada y casi llorando, los ojos cerrados); y sentarnos frente al castillo como subnormales, como si todo ese mundo mágico de los cojones fuese bello, inspirador, cuando es espantoso, falso, artificial, un embuste para despojar de su dinero a las personas que, como yo, creen que, si no llevan a su hija a Disney, son malos papás, despreciables, egoístas papás. Como veo las cosas, dudo mucho que vuelva a ese batiburrillo de tontos, tontuelos y tontorrones. Me quedaré en mi espléndida suite victoriana, iré al spa, me daré masajes y puede que vaya al hospital porque en las tacitas giratorias sentí un dolor en el hígado terrible, inesperado, una señal de que algo ha de estar mal, quiero decir peor. Haremos, pues, lo que más convenga a todos: Silvia y Zoe irán a los parques de atracciones y se divertirán a sus anchas, y yo me quedaré como una señora con almorranas y me mantendré alejado de la gente todo cuanto sea posible. Ya no tengo amigos; tengo familiares, pero es como si no los tuviera, mis hijas mayores son un grato recuerdo que los años empalidecen, y mi idea de la felicidad se reduce a estar solo, tranquilo, en esta bata estupenda de la suite victoriana, mimándome, consintiéndome, engriéndome como decimos los peruanos. Pero prefiero que me lleven a una sabrosa pollada en San Juan de Lurigancho que al odioso, repulsivo, repugnante Magic Kingdom. He cumplido con mi hija menor y no me arrepiento. Pero a este “país” imaginario y bobalicón de gente desmesuradamente feliz, Disneyworld, no volveré más.


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