Alberto Fujimori no le ha pedido perdón al país ni –mucho más importante– a los familiares de las víctimas del Grupo Colina que él y su mellizo Vladimiro Montesinos auspiciaron y se encargaron de proteger, encubrir y amnistiar. No ha pagado un sol de reparación civil ni su familia se ha puesto a derecho como para creerles que hay buena voluntad o al menos voluntad de enmienda. Es decir, ni siquiera se molesta en dorar la píldora para que nos la traguemos incautamente. Como quiso hacer Keiko en Harvard. ¿Y pretenden que se le otorgue un perdón?
Valgan verdades, hasta que PPK no abre la boca para referirse a Fujimori y en la misma frase al indulto, la bancada fujimorista no movió el tema y, por eso, mal haríamos en acusarlos de chantajistas. No lo son, al menos no directamente. Pretender, por otro lado, que una vez puesto el asunto sobre la mesa, no se manifiesten a favor del indulto es muy tonto. Muy tonto.
Si, como dice Alfredo Torres, la mayoría de peruanos está a favor del indulto (muchos de puro aburrimiento, seguramente), ¿cómo así puede ser funcional a la gobernabilidad? ¿Quién garantiza que la mototaxi afloje el cerco alrededor del Ejecutivo cuando Alberto esté en su casa?
¿Es esta la institucionalidad que buscamos? ¿Una que se rinde, se entrega, se dobla, se arrodilla, se barre debajo de la alfombra, se pone en pausa o se esconde en el clóset cuando resulta incómoda o inconveniente?
Lo he escrito y lo sostengo: Fujimori se tiene que ir a su casa pero no con un perdón que lo reivindique, porque nadie que no sea víctima puede arrogarse ese derecho.
El indulto es la deslegitimación total del Ejecutivo, es la destrucción de la institucionalidad, es la constatación de que la ley no es igual para todos y, entre varias cosas abyectas más, es el reconocimiento de que “Estado de derecho” es una fórmula vacía.
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