18.ABR Jueves, 2024
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Opinión

“Ser gordo o gorda es un verdadero canto a la libertad, al hedonismo, a la belleza sublime de quienes no se dejan esclavizar por el culto al calaverismo”.

Cuando era niña mis padres me decían (cariñosamente) “gorda”. Pero yo era, más bien, una niña fibrosa, intrépida, deportista. Aun así, nada de lo que hiciera podía librarme del adjetivo supuestamente tierno. Yo era la gorda. Los primeros años el sobrenombre no me llamaba la atención, pues mi cabeza no se detenía en conceptos, pero conforme fui creciendo se convirtió en una obsesión. Me veía gorda, me sentía gorda. Es más, hasta hoy mis hermanos tienen la fantasía de que yo era gorda. Lo único real es que engordé mucho entre los 16 y los 18 años por la ansiedad de ser la supuesta oveja negra en un mundo gordofóbico que en los ochenta ya empezaba a perfilarse, y que hoy reluce su más extrema versión. Entonces el apodo cariñoso se convirtió en una profecía cumplida y, mientras más ansiedad sentía por creer que estaba condenada a no agradar a los demás, más comía. Mis padres me veían abrir el refrigerador y hacían comentarios respecto a mi sobrepeso, la gorda de cariño había empezado a hacer honor a su apodo y se convertía en un motivo de terror.

La solución fue drástica y, junto a mis amigas rellenas, empecé a comprar a escondidas unas pastillas de papaína en la farmacia Queen de San Isidro, sin receta, sin nombre y sin importar que fuéramos menores de edad. Con toda esa papaína a cuestas el apetito (la ansiedad) se esfumó, permitiéndonos bajar más de 10 kilos en un mes, para beneplácito de nuestras lipofóbicas familias. Sin embargo, estoy segura de que en ese trance pepero quemamos tanta grasa como neuronas, pues hasta ahora nos recuerdo tumbadas en la alfombra hablando incoherencias, indiferentes a absolutamente todo en el planeta, incluso a la balanza. Las travesías secretas a la farmacia Queen nos habían hecho acreedoras de un flamante cuerpo de sirenas pero también de un lamentable cerebro de gallinas.

Para mí los gordos eran flojos, desaliñados, perdedores. Hoy, sin embargo, los admiro. En estas épocas en que nuestra representante del Miss Universo olvida sacarse el pareo en el desfile de bikinis (ya pues, amiga) pero es capaz de burlarse de su compañera canadiense por no tener cuerpo de espárrago, y del yihadismo alimenticio bombardeando millones de links que llegan a satanizar incluso a la fruta, sugiriendo penitencias como comer brócoli en lugar de chocolate o tomar jugo de espinaca en vez de una deliciosa cerveza, ser gordo o gorda es un verdadero canto a la libertad, al hedonismo, a la belleza sublime de quienes no se dejan esclavizar por el culto al calaverismo disfrazado de salud y longevidad. Unos maestros de la disidencia.


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