23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

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Suena el despertador. Es mediodía. Estaba soñando con Buenos Aires. Era un sueño lindo. Extrañamente, estoy contento.

A Buenos Aires solo vuelvo en sueños, aunque también cuando veo el fútbol argentino en la televisión y cuando, al salir del estudio, oigo la radio, un programa de lunáticos y chiflados que discuten con pasión cosas mínimas, sin importancia.

Debo afeitarme, ducharme y hacer la maleta sin pensar mucho, sin perder el tiempo. En unas horas tengo que estar en el aeropuerto para viajar a una ciudad fría a zanjar ciertos asuntos sentimentales.

Viajar en general, y a ciudades frías en particular, es algo que pone en riesgo mi salud, por los problemas que tengo en los pulmones. Me enfermo y me pongo realmente mal y no puedo respirar. En Playa del Carmen colapsé, casi me muero. En Panamá pillé una pulmonía pérfida que me tuvo dos semanas en jaque. ¿Cómo es posible que me resfríe en las playas? No está claro. Parece que me resfrío en los aviones. El doctor me dijo que en un avión normal hay entre mil y cinco mil distintos tipos de virus respiratorios sobrevolando la cabina y alojándose en sus pasajeros. Me obligó a usar mascarilla medicinal en caso de viajar. Así será en este viaje, tengo mis mascarillas y con el pelo así, tan largo, tan desmesuradamente largo, voy a parecer un demente. Quizá estoy un poco mal de la cabeza. Este viaje, por ejemplo, a una ciudad fría, donde está granizando, no es necesario, pero yo me digo que es imprescindible y por eso me apuro en hacer la maleta y echar todo el abrigo posible y tantas pastillas que podría parecer un visitador médico.

Es realmente difícil viajar porque tengo que alejarme de ellas. Mi vida ahora gira en torno a ellas. Mis pequeños momentos felices suelen ocurrir con ellas. Jugamos, bailamos, ellas cantan, ella nos maravilla con sus ocurrencias, con sus preguntas curiosas, con sus palabras raras, comemos tequeños, ella toma jugos con pasión. Ya mi vida son ellas y alejarme de ellas me asusta, me da vértigo, me hace sentir que de pronto me arrojo al vacío sin saber si se abrirá el paracaídas. Pero tengo que viajar, ya son muchos viajes cancelados a último momento, y me despido de ellas con lágrimas en los ojos, sin poder pronunciar una palabra porque cuando la tristeza es tan profunda no se puede hablar. Pero debo irme, debo llegar a ese avión y aventurarme en la ciudad fría con mis mascarillas y mis pastillas.

En el salón de espera en el aeropuerto me saludan de pronto dos señoras a las que quiero mucho, a las que conozco desde niño, a las que asocio con la belleza y la felicidad. Las dos son guapas y elegantes y me hacen reír y se ríen de mi pelo de ave tropical y me llenan de cariño y ternura y me piden que escriba cosas bonitas y que no raje de la familia. Me ha gustado oír esa palabra, rajes, no rajes de la familia. En otras ciudades se usa de distinta manera: salir rajando diría un argentino, la raja diría una chilena. Me quedo mareado de cariño, pensando que tal vez debería cortarme el pelo y no hacer sufrir tanto a mi madre con las cosas que escribo. Pero ¿cómo ser un escritor, realmente un escritor, y escribir solo cosas que le gusten a mi madre? No se puede, no se puede, lo que me tienta escribir es casi siempre lo que no debería, lo que un señorito callaría. Estoy vestido como un señorito con ropa nueva que ella me ha comprado, pero no lo soy, soy un impostor, llevo un disfraz, en realidad soy una señora, una señora con frío, con la cabeza llena de arañas y mariposas, una duquesa mal peinada que camina despacio por temor a quebrarse.

No me apuro. Entro al final al avión y me instalo en mi asiento y me pongo mi mascarilla y me administro mi medicación y duermo como un bebé en incubadora. Tal vez mi sueño es tan profundo que es entonces cuando los cinco mil virus flotando en el ambiente me invaden y me convierten en un hostal de enfermedades de paso.

Tendría que leer esa novela, pero he olvidado los anteojos de lectura y no veo nada. Tendría que llenar el formulario de migraciones, pero realmente no consigo leer los números de mi pasaporte y tengo que escribir unos números que se les parezcan. Me estoy quedando ciego. Aun con mis anteojos puestos, no consigo leer lo que antes leía. Compraré una lupa grande como la que usaba el abuelo. Una lupa, un bastón y un paraguas para usar en la ciudad fría. El bastón, me dijo ella cierta vez, o la manera cómo uno mueve el bastón, dicta el carácter de un hombre. El paraguas no sé usarlo, pero me parece que es como el amor: es difícil hacerlo bien, pero se aprende. Yo no he aprendido realmente. Lo que me gusta es que ella me haga el amor, yo soy siempre la parte pasiva, la pasiva.

Sin embargo, pasiva como soy, se agazapa en mí cierto espíritu guerrillero, revoltoso, peleón, y por eso voy a la ciudad fría, aunque sea peligroso y mis enemigos preserven el poder. Vengan por mí, vengan en sus motos que zumban en la ciudad fría como moscardones o abejorros, vengan, bribones, que los espero con el poder de mi saliva enrevesada.

Por otra parte, muy al norte, cerca del hielo, de los lagos congelados, dos mujeres tienen que sobrellevar el rigor de una feroz tormenta de invierno. Cae la nieve y todo se paraliza y congela. Pienso en ellas todo el tiempo, pero entre nosotros también hay tormenta y cae la nieve y cuando el tiempo es tan malo no se puede salir de casa. Pasará. Pasará y vendrán días cálidos y se irá derritiendo la nieve como se deshace el rencor cuando las palabras dichas con amor entibian el aire.


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