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Opinión

Carlos Meléndez,Persiana Americana
Recuerde al maestro más entrañable que tuvo, aquel que lo introdujo en los gajes del oficio que usted practica. Ese que, cuando usted dejó las aulas, siguió formando a generaciones de estudiantes bajo los mismos modales de profundidad teórica, aleccionadora experiencia y decencia. Repito, decencia.

Orlando Plaza fue mi profesor de teoría sociológica en la PUCP, por los noventa. Ya entonces había enrumbado las vocaciones de varias generaciones de “colegas”, como gustaba llamarnos desde chiquillos. Dedicó su especialización al estudio de la sociedad rural peruana, quizás el sector que más cambios inadvertidos ha tenido en las últimas décadas. Fíjese usted la relevancia actual: mientras hace 50 años los habitantes del campo migraban hacia las urbes en busca de contacto con el “desarrollo”, hoy los capitales provenientes de los “centros de poder” migran hacia las zonas rurales. Esa complejidad de nuestros procesos sociales mantiene vigentes viejas preguntas que Plaza rehusaba abandonar: ¿cuál es el rol del campesinado en la dinámica de desarrollo?

Plaza enseñó a sociólogos a mantener un pie en la ciudad y el otro en el campo, un pie en la teoría y el otro en el trabajo empírico, pero siempre los dos en la ética y el compromiso profesional. La oferta laboral sociológica ha crecido inesperadamente en las últimas décadas, precisamente por la necesidad de comprender al país que no llegó al “final de su historia” con las migraciones hacia la ciudad. Detrás de estos profesionales de las ciencias sociales que observan detenidamente el impacto de la “lógica del mercado” en el idílico mundo andino, está el legado del maestro. El lunes Orlando falleció. Su plaza de maestro formador de sociólogos ha quedado irremediablemente vacía.


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