Recuerdo mi niñez cuando iba al mercado Buenos Aires de los Barrios Altos. Ahí, un señor, con uniforme plomo y quepí, a pie, vigilaba los puestos de venta que ofrecían verduras, frutas y demás productos de pan llevar. Era el policía municipal, que representaba al Estado en todo el sentido de la palabra. Las amas de casa le reclamaban cuando sentían que el peso o precio de lo comprado no era el correcto.
Tenía una caseta, y dentro de ella una balanza, a la vista la lista de productos y los precios de venta sugeridos. Hoy el policía municipal no existe.
Recuerdo también al guardia civil —el hoy policía nacional—, aquel que caminaba por las calles de la ciudad y al que todos respetaban. Mi madre me hacía saludarlo con la mano derecha rozando mi frente con la reverencia debida, y yo le cantaba el himno nacional. Hoy esa clase de policía no existe.
Recuerdo que, en la década de los sesenta, cuando era un niño, visitaba el Parlamento. Ahí conocí al policía interior del Congreso, un ujier que inspiraba respeto dentro del recinto parlamentario. Estaba para imponer orden si ocurría algún desmán. Vestía de terno azul marino, con ribetes dorados, usaba quepí como el de los policías. Hoy ese policía tampoco existe.
En todos los casos descritos, dichos policías personificaban la autoridad del Estado, estaban impecablemente vestidos para ganarse el respeto y ser fácilmente ubicados desde lejos.
Hoy, ni en el mercado del barrio ni en los centros comerciales existe alguna autoridad del Estado visible a la cual los consumidores acudan para pedir ayuda. No tenemos policías nacionales haciendo rondas, como tampoco el Congreso tiene a su policía interior que alguna vez sugerí restituir, en vista de que solo existe vigilancia exterior a cargo de la Policía Nacional.
La población necesita al Estado donde está el problema. Un Estado real de carne y hueso retornaría la fe al ciudadano de a pie.
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