26.NOV Martes, 2024
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Opinión

En su última entrega publicada en La República, “El poder de la blasfemia”, Mario Vargas Llosa da cuenta, con admiración, de la cruzada –si vale el término– de Ayaan Hirsi Ali –“una de las heroínas de nuestro tiempo”– contra el fanatismo islámico y sus organizaciones fundamentalistas.

Tras biografiar brevemente a Hisrsi Ali como una apóstata del islam expatriada en Occidente, el Nobel sostiene que, a diferencia de quienes creen que el fundamentalismo islámico es un fenómeno aberrante que no corresponde con los postulados de esa fe, Hisrsi Ali tiene bien claro que “el origen de la violencia que aquellas organizaciones practican tiene su raíz en la propia religión”. Así, esta mujer somalí que tuvo que dejarlo todo para no ser desposada contra su voluntad según las costumbres que rigen el islam asegura que solo una reforma radical de esa religión es la clave para dejar a un lado la violencia de la fe musulmana “incompatible con la modernidad, la democracia y los derechos humanos”.

Entre las principales reformas que propone Hisrsi Ali al islam destacan, a mi juicio, dos que son claves para entender por qué el enfoque de lo que propone la apóstata somalí está lejos de solucionar el problema del fanatismo y la violencia del fundamentalismo musulmán: 1) Deshacerse de “la creencia de que el Corán expresa la inmutable palabra de Dios y la infalibilidad de Mahoma, su vocero”; y 2) condenar “la idea de la yihad o guerra santa”.

“A quienes se preguntan qué quedaría del islam si este renunciara a esos pilares de su fe –sostiene Vargas Llosa– Hirsi Ali responde que el cristianismo, antes de la reforma protestante, no era menos sectario, intolerante y brutal, y que solo a partir de esta escisión la religión cristiana inició el proceso que la llevaría a separarse del Estado y a la coexistencia pacífica con otras creencias, gracias a lo cual prosperaron las libertades y los derechos civiles en el mundo occidental.”

El problema con esta visión reformista del islam inspirada en la del luteranismo del siglo XVI es que es absolutamente falsa. Son precisamente los protestantes, hoy llamados evangélicos, los que propugnan la tesis de la primacía absoluta de “La Palabra” testimoniada en la Biblia. Por ello es que los evangélicos y sus innumerables sectas creen en esencia que lo que la Biblia dice “es verdad palabra por palabra”.

Así pues, a diferencia de los católicos, que tienen como fuentes de fe no solo a la Biblia, sino a la tradición y al magisterio de la Iglesia, lo que implica una interpretación en el tiempo de las sagradas escrituras, los protestantes a los que recurre Hisrsi Ali como ejemplo para hacer del islam menos sectario, intolerante y brutal son tan literales en su fe como los fanáticos musulmanes.

El otro error garrafal de Hirsi Ali es, a mi juicio, creer que la paulatina secularización del cristianismo fue una consecuencia de la reforma protestante. Antes de Lutero no había nada más mundano y secular que el cristianismo. Los Papas jugaban a ser reyes, el cielo se compraba con “indulgencias plenarias” (lo que da una idea de en cuán alta estima tenían al cielo), los Borgia, los Sforza y los Della Rovere se turnaban amantes después de misa y así por el estilo. Fue precisamente contra la secularización de la Iglesia que “protestó” Lutero. Y no hubo nada más violento y fanático que la Reforma cuando los calvinistas tomaron el control. Luego, la contrareforma católica significó todo lo opuesto a lo que propugna la apóstata musulmana para liberalizar el islam.

“Nada me gustaría más que creer” lo que dice Hirsi Ali, afirma Vargas Llosa. Pero ya el Nobel sospecha que hay algo errado aunque no sabe qué, “como demuestra el fracaso de la llamada primavera árabe”.

En efecto, así es. Porque la secularización y las “libertades” de las que podían gozar los musulmanes durante los regímenes de los grandes sátrapas eran las mismas de los tiempos de los Borgia. Asesinados los Gadafi, ajusticiados los Saddam, expectorados los Mubarak, destronados los Sha y en jaque perpetuo los Al Assad, lo que queda es el islam puro y duro, es decir, la reforma de todo lo anterior.

Pobre Hisrsi Ali. Qué triste debe ser blasfemar en el desierto.


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