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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Soy padre biológico de tres hijas. Me he casado dos veces con dos mujeres. Estoy casado con la madre de mi hija menor. Soy gay.

Puedo hacer el amor con una mujer. He hecho el amor con un número incierto de mujeres en los últimos treinta años. No por eso dejo de ser gay. Soy gay porque me gusta más hacer el amor con un hombre. Soy gay porque cuando hago el amor con una mujer echo de menos a un hombre. Soy gay porque prefiero en mi boca el sexo de un hombre que el de una mujer. Eso define con nitidez exactamente mi identidad sexual.

Podría decir que soy bisexual y no sentiría que estoy mintiendo. En un plano operativo o funcional, soy bisexual en la medida en que he podido tener relaciones sexuales razonablemente felices, de amor, con una mujer y con un hombre. En un plano intelectual, soy gay. Lo soy porque ahora mismo estoy casado y vivo con mi esposa y mi hija y, aunque las amo, fantaseo con volver a enamorarme de un hombre y creo que cuando hago el amor con un hombre soy más feliz y estoy más tranquilo.

Mi vida sentimental y sexual ha sido un desastre. No tengo amigos. Todas las personas con las que he tenido relaciones sexuales me odian o prefieren no verme y con seguridad quisieran que esté muerto. He dejado tristeza, rencor y enemistades a mi paso. Mi vida es un fracaso si la mido por las personas que me quieren. En este momento solo me quieren mi esposa y mi hija menor y a ellas me aferro como un náufrago a una balsa. Temo hundirlas conmigo.

Mi primera esposa me odia. Le he dado buenas razones para odiarme. La he humillado en privado y en público. Le he comprado una casa, se la he regalado (aunque tomando la precaución de inscribirla a mi nombre) y luego la he echado de ella. Hace cuatro años que no la veo. No quiero verla. Nuestro amor ha terminado en una guerra. Nos hemos traicionado mutuamente. Ya no hay nada de qué hablar. Lo mejor es dejarnos en paz, aunque no sé si eso se puede.

Hace más de cuatro años no veo a mis dos hijas mayores. Las tuve con mi primera esposa. Ambos fueron embarazos accidentales, fortuitos, no deseados. Esos embarazos trajeron angustia y desolación a mi vida. No quería ser padre. Sabía que era gay, sabía que esa mujer embarazada estaba porfiadamente enamorada de mí, sabía que todo terminaría mal. Todo terminó mal. No estaba equivocado. Esa mujer no debió enamorarse de mí, debió entender que yo era gay. Yo no debía confundirla, estimular sus expectativas amorosas, debí replegarme y evitar todo contacto sexual con ella. No supe, no pude, la confundí, nos confundimos juntos. Ahora somos enemigos. Tenemos dos hijas de veintiún y diecisiete años. Nuestras hijas están con ella y contra mí. No quieren verme. Me consideran un traidor. Han tomado partido por su madre. Cuando eché a su madre de la casa, también las eché a ellas y no me lo perdonan y probablemente no me lo perdonarán. Estoy resignado a la idea de no verlas más. Es una idea descorazonadora. Me hace sentir un fracasado. No debí echarlas de la casa que les había regalado. Pero fue un momento de cólera y ofuscación y destruí la precaria armonía con mi primera esposa y mis dos hijas mayores. Lo que ahora recordamos no son los momentos más o menos felices que compartimos durante muchos años, dieciséis, sino el momento funesto en el que les declaré públicamente la guerra y las humillé. No hay vuelta atrás. Es un punto sin retorno.

Mis amores con los hombres han sido todos clandestinos y contrariados y me han dejado un sabor amargo, salvo el último. He tenido relaciones sexuales con un puñado de hombres. No son más de seis. Todos ellos ahora me odian y seguramente negarían en privado y en público que fueron mis amantes. Han sido amores destruidos por la culpa y el secreto y la vergüenza. No han sido amores, han sido promesas rotas de amores incumplidos. Quise amar a esos hombres y me entregué a ellos pero ninguno quiso corresponderme y todos se alejaron de mí por una razón o por otra, probablemente porque no me amaban tanto como yo a ellos.

Solo he amado tranquilamente a un hombre. Era argentino. Era bastante menor que yo, trece años menor que yo. Podía ser mi hermano menor. Fui feliz con él. Fue mi novio, mi compañero, mi amante en privado y en público. Pudimos habernos casado pero la ley no nos lo permitía en su país de origen ni en el mío ni en los Estados Unidos, donde yo vivía con él o esperándolo. Fue un amor tranquilo y feliz que duró ocho años. Esos ocho años no quise estar con nadie más, solo con él. Hasta que conocí a Silvia, mi esposa, la madre de mi hija menor. Me enamoré de ella, me alejé de mi novio, lo dejé, lo abandoné, lo traicioné, él me traicionó. Ahora me odia y yo lo odio porque él no supo ser mi amigo cuando me enamoré de Silvia y porque dijo cosas horribles de mí en público. No quiero verlo más. No después de todo lo que ha dicho y hecho contra mí. Lo mejor es dejarnos en paz y no vernos más.

Hace cuatro años tenía novio, ex esposa y dos hijas y me llevaba muy bien con esas cuatro personas. Mi novio y mi ex esposa no se conocían ni querían conocerse. Pero mis dos hijas y mi novio se conocían y se querían. Ahora estoy peleado con esas cuatro personas, no las veo, no quieren verme, las he humillado. Si fuera una persona inteligente habría hecho las cosas de otra manera. Pero no he podido gobernar mi vida con una mínima inteligencia y he sembrado odio, rencor y traición a mi paso. Soy un traidor y estoy lleno de enemigos y no tengo adónde ir. He llegado a un punto sin retorno. Pero no estoy feliz. Quisiera estar en otra parte y ya no puedo irme a otra parte. A mi esposa y mi hija menor no puedo traicionarlas, aunque el precio de esa lealtad sea mi callada apatía. ¿De qué hombre voy a enamorarme a estas alturas, cuando soy un viejo gordo bueno para nada? ¿No sería mejor aceptar que mi vida sexual ha terminado y que mi vida sentimental se limita a mi esposa y a mi hija menor y a ellas debo aferrarme como un náufrago a una balsa? ¿O las hundiré conmigo si me aferro a ellas?


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