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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Mi madre ha sido siempre generosa y compasiva con el personal del servicio doméstico y los ha tratado a todos con genuino cariño. Su misión era educarlos religiosamente, casarlos, bautizar a los niños, confirmarlos, ponerlos en regla con la religión católica. Los que eran dóciles y se dejaban instruir por ella recibían gratificaciones y recompensas. Los que eran díscolos y no querían que mi madre se metiera en sus casas con curas y aguas benditas eran dados de baja discretamente por no avenirse a las reglas.

Desde que murió mi padre, un joven listo, avispado, emprendedor, de nombre Manuel, se ganó la confianza de mi madre y convirtió en su mano derecha. Era su chofer, le hacía los mandados, le retiraba dinero del banco, la acompañaba a misa, estaba siempre a su lado, educado, servicial, atento. Me llevé la mejor impresión de Manuel. Era inteligente, sabía complacer a mi madre y, a pesar de ser joven, era llamativamente cuidadoso en las formas y el lenguaje, se expresaba con propiedad, sabía conversar.

Mi madre quería a Manuel casi tanto como a sus diez hijos. Manuel se casó, mi madre auspició y amadrinó la ceremonia religiosa. Tiempo después, nació el hijo, y los tres, Manuel, su esposa y su hijo, se instalaron en el tercer piso de la casa de mi madre, que era grande y tenía muchos cuartos vacíos. Algunos de mis hermanos veían con recelo y desconfianza a Manuel y no les parecía apropiado que se hubiera instalado, tan contento, en casa de mi madre, con su familia entera, pero mi madre babeaba por su Manuel y por el bebé de Manuel y en todas las cuestiones religiosas Manuel y su esposa estaban por supuesto afiliados al Opus Dei y cumplían al pie de la letra lo que mi madre, influyente conspiradora de dicha cofradía, les encomendaba como ejercicios espirituales.

Cuando Bobby, el hermano magnate de mi madre, murió, ocurrió algo que muy pocos habrían apostado: Bobby, que no era religioso, que era cínico y de lengua afilada, que tenía una pasión no escondida por los hombres morenos, que no se casó ni tuvo hijos, decidió, en los últimos días de su vida, dejarle un porcentaje significativo de su fortuna a mi madre, su hermana, la beata, la beatita de quien se burlaba a carcajadas. Pero los últimos días Bobby los pasó en su cama, agonizando, tomando cognac y comiendo chocolates, y teniendo al pie de su cama, echada sobre la alfombra, en sumisión canina, a su hermana religiosa, que nunca lo buscó por su dinero y quiso salvarle el alma. Esto, sospecho, enterneció a Bobby, y por eso recompensó con toda justicia a mi madre, quien, de buenas a primeras, se convirtió en una mujer rica, lo que, como se sabe, tiene sus ventajas, pero también sus peligros.

Enterado de que la señora se había convertido en millonaria, Manuel, su empleado de confianza, empezó a llorarle miserias. Se quejó de que mis hermanos lo trataban con aspereza, le dijo que no podía seguir viviendo en esa casa que no era suya, le dijo que su familia, como buen hogar del Opus Dei, necesitaba su pequeño nidito de amor para que los tres estuvieran más cerca del Señor. Conmovida, mi madre le dijo que buscara una casita en el barrio, a pocas cuadras, en Miraflores, alrededor de la huaca Juliana, de manera que pudiera venir a trabajar caminando. Mi madre quería a Manuel como a un hijo, y quizá todavía más que a un hijo, porque Manuel era dócil, maleable, la consentía en todo, la obedecía, le daba la razón, la elogiaba sin reservas, le decía toda clase de loas y ditirambos que naturalmente halagaban el espíritu de mi madre.

Semanas después, Manuel le dijo a mi madre, secretamente, sin que nadie en la familia lo supiera, pues esto lo hablaban en la parroquia después de misa, él y ella a solas, que había encontrado la casa perfecta, a cuatro cuadras de la casa de mamá, con tres cuartos, tres baños, un pequeño jardín, un ambiente perfecto para que su hijo cultivara su fe religiosa. Fueron a ver la casa. No era un vejestorio, era una casa bien puesta. Costaba cuatrocientos mil dólares. Mi madre, experta en negociar, dijo que trescientos cincuenta mil al contado o nada. Hubo una cierta tensión en el aire, pactaron trescientos ochenta mil y mi madre se comprometió a comprar la casa. Pero, al salir, le dijo a Manuel que ese era un secreto que debían preservarlo ella y él por el resto de sus vidas, y que ninguno de los hijos de ella debía enterarse de esa regalo. Manuel juró absoluta reserva.

Con todo el sigilo que las circunstancias requerían, y sin que sus hijos se enterasen, mi madre compró la casa, la inscribió a nombre de Manuel y su esposa, y se sintió la mujer más dichosa del mundo cuando los abrazó y les dijo ahora tienen una casa para ser felices y adorar al Señor y tener todos los hijos que Él les mande. Fue, para ella, tan generosa, un momento de gran felicidad.

Sin embargo, mis hermanos, tan avispados, tan pendientes de los dineros de mi madre, descubrieron el tinglado. Una tarde uno de ellos estaba montando en bicicleta por el barrio y vio a Manuel abriendo una casa y entrando muy orondo, con aires de dueño y señor. Mi hermano, en menos de una hora, había compartido el chisme con tres de sus hermanos, los más cercanos y leales a él. Decidieron que, sin llamar la atención, se turnarían en vigilar los movimientos de Manuel para verificar si, en efecto, iba a esa casa todos los días, lo que se confirmó a plenitud. Para entonces, ya todos sospechaban que mi madre le había regalado secretamente la casa a Manuel, ya todos sabían la debilidad que mi madre sentía por su Manuel pío, devoto, justiciero, incansable, el santo del pueblo.

Los hermanos hicieron un conciliábulo y decidieron que uno de ellos, no necesariamente el más sereno, le preguntaría a mi madre, a quemarropa, si le había regalado la casa a Manuel. Así fue. Una tarde, entre tecitos, galletitas y manás, mi madre fue emboscada con la pregunta. Para consternación de mi hermano, de mis hermanos, de la familia entera, mi madre, tan religiosa, tan reñida con el pecado de la mentira, miró a su hijo a los ojos con aplomo y le dijo: “Yo no le he comprado nada a Manuel, te han contado un chisme sin pies ni cabeza”. Mi hermano insistió y mi madre se mantuvo firme en sus trece y lo negó todo como una profesional del embuste.

Esa noche, tres de mis hermanos fueron a la casa de Manuel y tocaron el timbre. Manuel abrió, los saludó con cariño, les ofreció bebidas y papas fritas, y se sentaron en la sala. Uno de mis hermanos advirtió escandalizado que la sala estaba decorada por cuadros pintados por mi difunto abuelo Jimmy Bayly. Manuel no les mintió, o no encontró coraje para mentirles. Dijo que sí, que mi madre le había comprado la casa, pero que era un préstamo y que él lo pagaría en su totalidad, lo que por supuesto era un cuento chino. Uno de mis hermanos, el más sanguíneo, lo cogió del pescuezo y le dijo que tenía dos semanas para largarse de esa casa o los iban a sacar a patadas y aventar al río. Manuel se puso firme, usted no me puede amenazar así, la casa está a mi nombre, es mía. Sí, pero lo que has hecho con mi madre es una pendejada, una metida de mano, y nosotros no lo vamos a permitir, enano ladrón. Si no devuelves la casa, te van a pasar muchas cosas malas, Manuelito, le dijo mi hermano, mostrándole el pistolón.

Antes de irse, mi hermano artista retiró los ocho cuadros de mi abuelo Jimmy y le dijo a Manuel que quién carajo se había creído para sacarle casa a mi madre y encima tirarse los cuadros valiosos del abuelo pintor. Manuel aguantó el vendaval y los vio irse haciendo amenazas y obscenidades.

Han pasado los meses y Manuel ha prevalecido. Sigue en su casa y nadie lo mueve de allí. Pero mis hermanos exigieron a mi madre que lo despidiera y ella tuvo que hacerles esa concesión. Hay el rumor de que una noche dos de mis hermanos fueron a casa de Manuel y le dieron una paliza, pero no me consta. Manuel ya no trabaja para mi madre; se compró un auto y hace movilidad escolar, y ha dejado de asistir a las charlas y tutorías del Opus Dei. Mis hermanos, si pudieran, lo estrangularían. Mi madre dice que no se arrepiente de nada.


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