El 17 de junio de 1972, cinco hombres que la cultura popular conocería más tarde como “los fontaneros” irrumpieron ilegalmente, entre gallos y medianoche, en el complejo de edificios Watergate de Washington D.C. y allanaron la oficina del Comité Nacional del Partido Demócrata. La gavilla de delincuentes fue arrestada en el sitio por la Policía. Buscaban información de primera mano sobre los líderes opositores que facilitara la reelección de Richard Nixon en noviembre de 1972.
Fabulemos que no fue Nixon el que los mandó, sino que fue Katharine Graham, la dueña del Washington Post. En este caso la motivación podría ser la obvia para un periodista: una primicia de la mejor calidad posible para un gran reportaje sobre las estrategias de campaña de cara a las elecciones presidenciales de ese año.
Imaginemos, si quieren, que no fue Katharine Graham la que los envió, sino que “los fontaneros” respondían a intereses ‘justicieros’ con el fin de hacer públicos, a través de la prensa, los entretelones de los financiamientos de campaña y todo lo que esconden. ¡A qué periodista no le gustaría escribir una historia como esa y más aún si sus aliados en la noticia son justicieros!
La pregunta es aquí si, en esta fábula, a Graham le debería seguir el mismo oprobioso destino que el de Nixon –tuvo que renunciar a su presidencia—, y si los ‘justicieros’ no dejan de ser “fontaneros”, es decir, una gavilla de vulgares delincuentes. En otras palabras, si las ‘buenas’ motivaciones validan la información de calidad de las primicias que hacen la diferencia.
Digo esto a raíz de la lectura de un revelador artículo de Marco Sifuentes para La República, en el que el columnista afirma con beneplácito que “la alianza entre periodistas y hackers/desarrolladores/geeks está produciendo información de calidad que ha ayudado a destapar casos en todo el mundo”. Es decir, algo así como “los fontaneros” de Nixon, pero del lado correcto, o sea: el suyo. Esa parecería ser la razón de fondo por la que unos deberían estar en la cárcel y los otros no, y por la que unos tienen que renunciar mientras que a otros hay que ponerlos sobre un pedestal.
El origen de estas opiniones sobre el periodismo parece estar en una nostalgia reivindicativa de la investigación como fuente de información de calidad contra un periodismo de opinión que “no duele”, a pesar de haberse enseñoreado de los medios: “A los gobiernos la opinión y la crítica no les importa nada. La información de calidad, eso sí les duele”.
Es una paradoja interesante la de un periodismo geek con nostalgias del pasado. Como si la modernidad de los hechos no hubiera sido pisada hace mucho tiempo por la posmodernidad de las interpretaciones. Porque no fueron los hechos la perdición de Nixon. Tampoco la investigación de Woodward y Bernstein la que lo desbancó. Fue la opinión generalizada de que Nixon había actuado mal la que selló su destino. Ni más ni menos como la que hoy pretende hacer de los hackers héroes y aliados del buen periodismo.
Salvo, por supuesto, mejor opinión.
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