Aun quienes no esperábamos que el último discurso de Ollanta fuera una cena formal creímos que nos iban a ofrecer únicamente “bocaditos”. La contundente entrada: un balance sobre los avances obtenidos en el sector Educación, con el añadido de que a esos logros les puso nombre y apellido presentando a una alumna destacada, a un director de colegio ejemplar y a una profesora dedicada, pudo hacer pensar a los optimistas que venía un mensaje distinto, con contenidos sustanciosos.
Pero no. Con el recuento de lo hecho en educación se acabó lo único rescatable del mensaje presidencial y se desató un discurso totalmente alejado de los problemas que afectan e interesan a la población.
No hubo ningún reconocimiento al problema de la inseguridad ciudadana, menos una autocrítica. Tampoco alternativas para combatir la desaceleración económica ni referencias a la transición democrática que el gobierno debe garantizar. Otra vez nos encontramos con un presidente que ha decidido vivir en su país de las maravillas, ese en el que habitan él, su familia y su portátil. Ese del que hemos sido desterrados todos los que pensamos que todavía hay mucho por hacer.
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