Una censura tristemente histórica se tumbó el gabinete de Ana Jara. Podríamos reflexionar sobre la conveniencia o no de esta medida o sobre la torpeza del gobierno para remontar las crisis, pero la pasta ya se salió del tubo, así que no queda más que mirar para adelante.
¿Y ahora qué? Esa interrogante inquieta la cabeza de los peruanos, incluidos los del oficialismo. Mientras escribo esta columna, los debates continúan en los medios de comunicación, y los nombres de los candidatos para sentarse en el sillón de Jara empiezan a surgir: una independiente como Beatriz Merino, un nacionalista como Fredy Otárola, un técnico como Jaime Saavedra o, por qué no, un cuadro regional como Martín Vizcarra. Ahora, si bien los nombres y propuestas abundan, hay cierto reconocimiento tácito a que ese sillón de primer ministro parece una silla voladora para quien tenga el valor de ocuparla. Y no porque el próximo premier vaya a tener que enfrentar el desastre que dejan las lluvias, una economía que no remonta o los inacabables problemas de inseguridad ciudadana, sino porque, más allá de sus agallas y de sus ganas de sacar adelante al país, va a tener que enfrentar el peor de los desastres no naturales de este gobierno: un presidente en Palacio que no tiene el liderazgo suficiente para gobernar, pero que es tan desconfiado que no es capaz de delegar esas funciones en su equipo.
Alan García, por ejemplo, ejercía un estilo presidencialista muy claro en el que los gabinetes dependían de su voz de mando. Alejandro Toledo, en cambio, se salía de la foto sin problema para dejar a su primer ministro encargarse de gobernar. No eran perfectos, pero se sentía, en ambos casos, que el país estaba en manos de alguien. Ollanta Humala, en cambio, ha hecho todos los esfuerzos para convertirse en el verdadero perro del hortelano: ese que no gobierna ni deja gobernar.
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