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Opinión

El jueves 23 de abril, Juan Goytisolo se puso su vieja corbata verde –hace 35 años que la tiene y es la única que conserva– y se dirigió al paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para recibir el Premio Cervantes 2014 de manos del rey Felipe VI. Fiel a su estilo, se rebeló contra el protocolo y rehusó vestir el chaqué ceremonial. Tampoco se enfundó un traje oscuro. Un saco de tono verdoso y unos pantalones de color gris completaron su atuendo. Informal y heterodoxo, el escritor barcelonés culminaba un largo trayecto, signado por su espíritu indómito y contestatario, lo que le ha valido no pocos denuestos. Dos días antes había elogiado sin remilgos a su hermano Luis en El País, celebrando su tetralogía Antagonía como uno de los ciclos novelescos españoles más importantes de todos los tiempos. Por supuesto, a sus 84 años, le daba lo mismo que sus enemigos pudieran acusarlo de desaliño o nepotismo.
No es frecuente que tres hermanos abracen el oficio de las letras y destaquen por igual. El mayor, José Agustín, se dedicó a la poesía y fue una de las voces más apreciadas de la generación del medio siglo, la de “los niños de la guerra”. Asolado por una honda depresión, se suicidó en 1999, a los 71 años. El menor, Luis, llamó la atención como novelista desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve en 1958, con apenas 23 años. Por su parte, Juan también rompió sus primeras armas a esa edad y alcanzó una rápida notoriedad. Luego de una primera etapa en la que cultivó una prosa más clásica y un tanto lírica, dio un giro radical con Señas de identidad (1966), inicio de una trilogía de corte experimental que renovaría la adocenada novela española y lo convertiría en el compañero de ruta de la revolución literaria que había estallado al otro lado del Atlántico: el ‘boom’ latinoamericano.

Juan Goytisolo siempre ha sido una figura polémica y ha mantenido una relación conflictiva con su país, sobre todo en la era del franquismo, que prohibió sus libros. La muerte de su madre en la guerra civil, a causa de un bombardeo de las fuerzas insurrectas, le dejó una herida abierta. Y, si a ello le sumamos el hecho de que su padre apoyara a Franco, puede entenderse su deseo de autoexiliarse, lo que haría en 1956. Se instaló en París y, cuatro décadas después, se trasladó a Marrakech, cambio que coincidió con su reivindicación de la cultura árabe y con la aceptación de su homosexualidad.

Por esos azares del destino, llegué a conocer a los tres hermanos. Fueron encuentros breves, aunque significativos. Con Juan hablé en las puertas de la Mutualité, en París, luego de un arduo debate intelectual sobre la guerra de Bosnia. Cuando supo que iba a Sarajevo en una misión de corresponsal, se apresuró a ofrecerme su chaleco antibalas. Había estado varias veces en la ciudad sitiada y había escrito con lucidez y bravura sobre esa lucha fratricida. La gravedad de su rostro disimulaba la pasión que hervía en sus venas. En ese momento, pensé en la guerra de España y su sombra ominosa, inacabable.


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