26.NOV Martes, 2024
Lima
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Columna Guillermo Niño de Guzmán

He elegido este título de Cortázar, uno de mis autores de cabecera, para referirme a mi inminente partida, pues esta columna es la última que escribiré por el momento. Me alejo de estas páginas dominicales, las mismas que me han acogido durante un poco más de dos años. En una época en que hablar de cultura parece una extravagancia, ha sido muy estimulante defender un bastión de papel. Quizá soy un iluso, pero me identifico con las gestas de los soñadores y solitarios. Ahora me ordenan replegarme, contra todo pronóstico. Por suerte, llevo varios lustros en estos menesteres (pertenezco a una generación que aprendió a escribir con una máquina mecánica) y sé que el periodismo está sujeto a cambios de rumbo imprevistos. Como se decía antaño, son gajes del oficio.

En el siglo XIX, Baudelaire advirtió con mucha lucidez que las ciudades cambiaban más rápido que los hombres. Esta observación cobra mayor vigencia cuando la modernidad se apodera de la ciudad e impulsa una transformación que propone la renovación del modelo constructivo, a la par que genera una nueva organización de la sociedad. Después, la irrupción de la llamada posmodernidad postula una revaloración de la arquitectura como actividad humana y recupera aspectos de la tradición que pueden contribuir a una mejor articulación del espacio urbano en beneficio de los ciudadanos.

Me había imaginado que sería una película más sobre el narcotráfico, una cadena efectista de persecuciones, asesinatos y explosiones, pero, a falta de algo mejor, decidí correr el riesgo y fui a verla. Y, para mi sorpresa, a los pocos minutos me di cuenta de que no solo no caía en los clichés habituales, sino que era un thriller impecable y poderoso, brillantemente articulado y capaz de renovar mi asombro con cada vuelta de la trama. Me refiero a Sicario, dirigida por el canadiense Denis Villeneuve y escrita por Taylor Sheridan. Una película redonda y perturbadora, digna de figurar entre lo más notable del cine actual.

Lo primero que pensé cuando supe que el Premio Nobel de Literatura había sido otorgado a la bielorrusa Svetlana Alexiévich es que la Academia Sueca había decidido, finalmente, reconocer el periodismo como un género literario. Me alegré –después de todo, soy un hombre de prensa– porque siempre he considerado que este oficio ha sido minusvalorado y que la buena prosa trasciende los géneros. No obstante, me entró una duda: ¿son los mismos criterios los que determinan que un trabajo periodístico y una obra literaria sean óptimos? Por supuesto que no. Cuando juzgamos un reportaje, no interesa tanto si el lenguaje es brillante, sino efectivo y funcional. Lo que nos importa es su fidelidad con respecto a la realidad y la coherencia en la exposición de los hechos. Los periodistas ortodoxos desdeñan la ficción.

Según la leyenda, Martín Adán desaparecía misteriosamente de Lima cada cierto tiempo. Nadie sabía que se escapaba a Pacasmayo, la tierra de su padre, donde era acogido a pesar de los estragos que acarreaba su irrefrenable dipsomanía. Ahora que hemos visitado el lugar, podemos entender el hechizo que debió de experimentar el poeta cada vez que recalaba en el puerto. El hermoso malecón festoneado por antiguas casonas republicanas y el larguísimo muelle –casi unos 700 metros– son los hitos de un viejo esplendor impregnado de un aura romántica y una vaga melancolía.

García Márquez solía referirse a ella como la Mamá Grande, nombre de uno de sus personajes, y, en buena cuenta, eso es lo que fue Carmen Balcells, la agente literaria catalana que acaba de morir. Porque, a diferencia de otros representantes de escritores, trababa con ellos unas relaciones que excedían el marco profesional. Al igual que una madre, se preocupaba por el bienestar de su prole y, además de su sustento, se involucraba en sus avatares personales y les ayudaba a tomar decisiones cruciales. Como bien dijo Vargas Llosa, “nos cuidó, nos mimó, nos riñó, nos jaló las orejas y nos llenó de comprensión y de cariño en todo lo que hacíamos, no solo en aquello que escribíamos. Era inteligente, era audaz, era generosa, era buena y su partida deja en todos los que la conocimos y la quisimos un vacío que nunca nadie podrá llenar”.

Las elecciones al Parlamento catalán que se realizan hoy domingo han adquirido un cariz plebiscitario que pone en jaque al Gobierno central y puede tener efectos desastrosos para la cohesión de España. Como se sabe, el proyecto soberanista en Cataluña pretende que el resultado de estos comicios –que, según las encuestas, sería favorable a su causa– sea el punto de inflexión para lanzar una declaración unilateral de independencia. Sin embargo, este desafío al orden legal –un plebiscito de esta clase es contrario a la Constitución española– supone una manipulación política que traerá graves consecuencias a la sociedad a la que presuntamente se quiere beneficiar.

Tiempo atrás, el mito de París era un imán irresistible para los escritores y artistas latinoamericanos. En el caso del Perú, en los años setenta, varios jóvenes talentosos decidieron seguir la estela de Vallejo y Moro, continuada después por Eielson, Szyszlo, Varela, Ribeyro, Vargas Llosa, Bryce Echenique e Hinostroza, y cruzaron el Atlántico para afincarse en la capital francesa. Algunos se establecieron durante una temporada más o menos larga, pero otros determinaron que no había vuelta atrás y se quedaron para siempre.

“Cada día desaparecen en España dos librerías. Si fueran bares, no importaría, porque hay cerca de un millón, pero las librerías no llegan a cinco mil, con lo que, al ritmo que vamos, en diez años habrán desaparecido todas”. Esta queja reciente del escritor Julio Llamazares permite constatar que la crisis económica sigue haciendo estragos en la península. Pero lo que más nos llama la atención es que lamente que el número de librerías existentes sea inferior a cinco mil. ¿Se imaginan? ¡Cinco mil! Una cifra que, en el caso del Perú, suena a ciencia ficción. Más allá de las obvias diferencias, se trata de un asunto crucial que también nos concierne. ¿Cuántas librerías hay en nuestro país? Si decimos que son un centenar, probablemente estamos exagerando. Desde luego, nos referimos a establecimientos con todas las de la ley, que venden novedades y no libros de segunda mano. Fuera de Lima, el panorama siempre fue desolador. Tal vez haya mejorado algo, pero no olvidamos que, en el interior, las librerías solían contarse con los dedos de una mano. ¿Cómo hacen los universitarios provincianos para procurarse los títulos necesarios para su formación? ¿Y los ciudadanos de a pie, aquellos que simplemente disfrutan del placer de la lectura? Por otra parte, el precio de los libros es un serio escollo. Si bien se ha prorrogado la exoneración del IGV, las ediciones importadas suelen ser prohibitivas.

Periodistas malintencionados los hay en todos lados, incluso en el New York Times, donde ha aparecido una información falaz y denigrante sobre Mario Vargas Llosa. ¿Cómo se explica que un diario que privilegia la veracidad y ha hecho de la verificación de datos una condición esencial del buen periodismo propague dicho infundio? De ahí que el Premio Nobel enviara una dura carta a la redacción y esta haya tenido que reconocer la gravedad de su error y su negligencia por no haber comprobado una información que, a todas luces, era controvertida. En su respuesta, los editores aceptan que su uso contradice “los estándares periodísticos de The New York Times” y que “no debió haber sido incluida en la reseña”.

Durante varios años, Baldomero Pestana se dedicó a configurar un álbum de retratos de nuestros escritores, artistas e intelectuales (desde Martín Adán y Basadre hasta Haya de la Torre y Porras Barrenechea, pasando por Arguedas, Alegría, Grau, Salazar Bondy, Szyszlo, Eielson, Ribeyro y Vargas Llosa, entre otros). Se trata de un documento visual invalorable, no solo por los nombres convocados sino por las dotes artísticas del fotógrafo, quien consigue penetrar la máscara de las apariencias y revelar el carácter de sus personajes. El Museo de Arte Contemporáneo ha recuperado este singular acervo en una exposición cuidada por Fietta Jarque, a la que también se debe la edición del hermoso libro Retratos peruanos (Fundación BBVA Banco Continental, Lima, 2015), que reproduce las imágenes e incluye un texto de Mario Vargas Llosa.

Cuando Ernest Heming-way y Orson Welles se conocieron, casi se matan a silletazos. Corría el año 1937 y la guerra civil española se volvía cada vez más cruenta. Con el fin de apoyar la causa republicana, el novelista había escrito el texto del documental Tierra de España, dirigido por Joris Ivens. Welles aún no había incursionado en Hollywood, pero, a sus 22 años, ya era una figura del teatro. Por tanto, se le encargó la narración, que sería grabada mientras se proyectaba la película.

La cinefilia es una extraña pasión, una suerte de vicio y condena que suele apoderarse de los espectadores desde una edad muy temprana. Cabrera Infante decía que su fascinación por las películas había empezado cuando aún estaba en el vientre de su madre, incorregible cinemera. Sea como fuere, lo cierto es que el escritor cubano, antes de incursionar en la literatura, se entregó de lleno a lo que él denominaba un oficio del siglo XX: la crítica cinematográfica, que ejerció en forma muy creativa. Mientras tanto, en Europa, esta actividad se desarrollaba gracias a los aportes de André Bazin y la revista Cahiers du Cinéma, que promovió la “teoría del autor” (y el movimiento de la nouvelle vague) y contribuyó a revalorar el cine como un arte, más allá del simple entretenimiento.

La aparición de Ve y pon un centinela, presunta secuela de Matar a un ruiseñor (1960), la célebre novela de Harper Lee, ha suscitado un enorme revuelo. Como se recordará, la escritora estadounidense obtuvo el premio Pulitzer y Matar a un ruiseñor se convirtió en un clásico moderno, una de esas raras obras que gozan del favor de la crítica y del fervor popular. Sin embargo, sería su único libro. El éxito avasalló a Harper Lee, quien dejó de escribir y se retiró a su pueblo natal, lejos de la vida pública. Por tanto, nada hacía sospechar que, al cabo de 55 años, se arriesgara a dar a la imprenta otra novela, Ve y pon un centinela (título que recoge una frase del libro de Isaías).

A comienzos de año, de visita en Palma de Mallorca, fue una agradable sorpresa descubrir, en el escaparate de la mejor librería de la ciudad, una obra de Gabriela Wiener. Raro honor, sobre todo por tratarse de un libro de poemas (Ejercicios para el endurecimiento del espíritu), lo que confirmaba que la escritora peruana había conseguido hacerse un espacio en un medio tan competitivo como el español. Y vaya si no se lo ha ganado a pulso, desde que dejó el país algo más de una década atrás, con el fin de emprender una carrera literaria en Barcelona (luego daría el salto a Madrid), un sueño que albergan muchos jóvenes latinoamericanos y que muy pocas veces se cumple.

James Salter murió hace unas semanas, nueve días después de celebrar sus 90 años. Era el último de los grandes escritores norteamericanos de su generación, aquella que surgió luego de la Segunda Guerra Mundial (Mailer, Styron, Capote, Vidal, Baldwin, Vonnegut, Matthiessen, entre otros). Sin embargo, fue el menos reconocido, quizá porque se mantuvo al margen de los círculos intelectuales o porque su obra no encajaba dentro de la corriente principal de la literatura estadounidense. En todo caso, se impuso como uno de los mejores novelistas que han escrito sobre la pasión de volar, digno de figurar al lado de Saint-Exupéry.

Cuando Reynaldo Luza falleció en 1978, su viejo amigo Luis Alberto Sánchez les recordó a sus familiares que el artista había estado escribiendo sus memorias bajo su supervisión. Sin embargo, ante la falta de un editor, el manuscrito fue encarpetado y permaneció inédito. Ahora, al cabo de casi cuatro décadas, gracias al tesón de su sobrino Carlos García Montero, el texto ha sido rescatado en una hermosa edición titulada Reynaldo Luza. Memorias e ilustraciones (Grupo Editorial Cosas, 2015), que nos descubre una vida singular a la par que un legado artístico excepcional.

Escribo estas líneas en homenaje a dos mujeres ejemplares que acaban de partir y que tuve el honor de conocer. A Cecilia Raffo le debemos Bienvenida, una estupenda revista dedicada al turismo cultural que circuló en nuestro medio entre 1992 y 2005. De carácter bilingüe (inglés y español), se convirtió en un hito en su género. No solo se distinguió por revelar lugares y aspectos desconocidos del país, sino que contó con un notable equipo multidisciplinario, al que pertenecieron Elsa Arana Freire, Antonio Cisneros, Abelardo Sánchez León, Luis Millones, Rafo León, Alonso Ruiz Rosas, Lorenzo Osores, Roberto Fantozzi y Billy Hare. Sin duda, el entusiasmo de su directora fue clave para llevar esta aventura editorial a buen puerto. Cecilia Raffo irradiaba una nobleza y encanto sin par, algo raro en un oficio donde el maltrato y las intrigas suelen estar a la orden del día.

El 4 de agosto de 1942, Orson Welles llegó al Perú como embajador de buena voluntad del gobierno norteamericano. Luego del ataque a Pearl Harbor en diciembre del año anterior, EE.UU. había entrado en la guerra mundial y necesitaba estrechar sus lazos con América Latina. El cineasta había deslumbrado a Hollywood con su primera película, Ciudadano Kane (1941), pero era más conocido por la conmoción que había causado su adaptación radial de La guerra de los mundos de H. G. Wells, en 1938. Se hospedó en el hotel Bolívar, donde fue entrevistado por el periodista Alfonso Tealdo, quien le invitó un pisco sour en el bar inglés. Según la leyenda, le gustó tanto la bebida que se tomó nada menos que… ¡23 vasos de tamaño catedral! Fueron cinco horas de charla. Tealdo recurrió a un intérprete, aunque no tardó en prescindir de él. Según reveló, no es que adquiriera una repentina fluidez en inglés, sino que el ilustre entrevistado aprendió de inmediato el idioma del pisco sour.

A raíz de la presentación en el Gran Teatro Nacional de Escenas de la vida conyugal, obra basada en la película de Ingmar Bergman del mismo título, mi colega Gustavo Faverón ha llamado la atención sobre los altísimos precios que suelen tener las entradas en dicho escenario. Sin duda, se trata de una producción de calidad, dirigida por la célebre Norma Aleandro y protagonizada por un actor de moda como Ricardo Darín. Pero, ¿cómo se explica que ver este montaje en Lima cueste el triple que en Madrid o Buenos Aires? ¿No fue construido el Gran Teatro Nacional para que los espectáculos puedan estar al alcance de las mayorías?

Ornette Coleman acaba de morir a los 85 años. Su nombre era el sinónimo por excelencia de lo nuevo. El saxofonista no solo marcó un hito en la historia del jazz sino que causó una verdadera revolución. Después de su insurgencia nada sería igual. Más que el creador de un estilo fue el abanderado de un movimiento, el llamado Free Jazz, que, en los años sesenta –década crucial en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos–, hizo de esta vertiente musical una de las expresiones más genuinas y coherentes del Poder Negro. Con Ornette –así, a secas, como lo conocen los aficionados– el jazz y la política confluyeron en un lenguaje original que proclamó a gritos el derecho a la libertad de la comunidad afroamericana y la afirmación cultural de la negritud.

La desaparición de Christopher Lee, el actor británico que encarnó a Drácula en una docena de películas, nos ha traído de vuelta un mito casi tan antiguo como el hombre. Porque, a diferencia de lo que se cree, el vampiro no es un producto de la imaginación artística. Su existencia milenaria puede rastrearse en el folclore de varias culturas, tanto en aquellas que florecieron en Mesopotamia, Egipto y China como en las que surgieron en Europa y América. La leyenda en torno a estos monstruos hematófagos se menciona incluso en la Biblia, donde Lilith –según la tradición judía, la primera mujer de Adán– es transformada en un demonio que se nutre de la sangre de los recién nacidos.

Han transcurrido 75 años desde la muerte de F. Scott Fitzgerald y su legado no cesa de ser revalorado, aunque, a primera vista, su obra parezca de menor calado frente a la de sus contemporáneos (Hemingway, Faulkner, Dos Passos). Su reputación se basa, esencialmente, en una novela corta y dos docenas de cuentos. Es verdad que escribió mucho más, pero el fulgor de su genio narrativo se concentra en esas pocas páginas. Romántico incurable, Fitzgerald trazó su existencia a la medida de sus sueños. Durante un tiempo, la fortuna le sonrió. Sin embargo, no supo qué hacer cuando el espejismo se desvaneció. Entonces, se acercó demasiado al fuego y pereció. Su tercera novela, El gran Gatsby (1925), es uno de esos raros libros que se leen una y otra vez sin que pierdan un ápice de su encanto. Por ello, no debe sorprendernos que, en una encuesta realizada entre académicos de ambos lados del Atlántico, con el fin de elegir las cien mejores novelas de lengua inglesa del siglo XX, ocupara el segundo lugar, después del Ulises de Joyce. En los años veinte, Fitzgerald fue una suerte de rey Midas del cuento, una de las firmas más solicitadas por las revistas de la época, que le pagaban sumas inverosímiles por sus historias. Extravagante y hedonista, se empeñó en dilapidar el dinero con la misma rapidez con que lo ganaba, tarea que cumplió con la loca y alegre disposición de su esposa Zelda. Ambos se entregaron a una fiesta perpetua que duró mientras la juventud, la salud y el favor del público lo permitieron. Por desgracia, luego del crack del 29, todo empezó a desmoronarse. Zelda mostró síntomas de demencia que obligaron a recluirla en un sanatorio, donde permanecería el resto de sus días. En cuanto a Scott, el consumo excesivo de alcohol hizo mella en su capacidad creativa y sus cuentos perdieron esa magia que solían irradiar. Al final, para sobrevivir, buscó refugio en Hollywood, donde escribió guiones insulsos. Visto en retrospectiva, el caso de Fitzgerald resulta único, pues su inmersión en la frivolidad no consiguió acabar con el escritor honesto que llevaba dentro. Dueño de un estilo pulcro y luminoso, captó con exquisita sensibilidad las tribulaciones de los hombres que persiguen tercamente sus sueños y que están dispuestos a morir por ellos. Hemingway acertó al describir su tragedia con estas hermosas palabras: “Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar, pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.

Uno de los mayores atractivos del VI Festival al Este de Lima (una estupenda muestra del cine de Europa central y oriental, que no tiene cabida en un sistema de distribución que prefiere endilgarnos los productos más convencionales de Hollywood) ha sido Leviatán (2014), de Andréi Zviagíntsev. Esta película rusa, ganadora del Globo de Oro y nominada al Oscar a la mejor película extranjera, ha desatado una gran polémica en su país de origen, pese a la aclamación unánime que ha recibido en Occidente. Su visión amarga y descarnada incide en las nuevas formas de opresión que se han desarrollado en Rusia y que no son menos atroces que las que imperaban en la Unión Soviética.

Una tarde de noviembre de 2000, el pueblo francés se quedó estupefacto al ver los titulares del diario Le Monde. El anciano general Paul Aussaresses, quien había sido el jefe del servicio de inteligencia durante la guerra de Argelia, admitía públicamente que había torturado y asesinado a numerosos insurgentes. No era una confesión tardía de alguien que se arrepiente al final de su vida. Por el contrario, el militar insistía en que no tenía ningún remordimiento. Y, peor aún, señalaba que los altos mandos habían estado al corriente de esas prácticas y que, incluso, el poder político las había tolerado. Según su testimonio, el ministro de Justicia de aquella época, François Mitterrand, futuro presidente de la República, sabía lo que ocurría. A fines del siglo XX, la tortura en Argelia continuaba siendo un tema tabú en Francia.

Los libros parecen tener vida propia, o, en todo caso, se reproducen como conejos. Poco a poco, se van apoderando de mi casa, aparecen en los lugares más insospechados, como recios conquistadores en pos de nuevos territorios. No los culpo, pues, su reducto natural, la biblioteca, se ha tugurizado. ¿Qué hacer? Un amigo me sugiere que consiga un libro electrónico, un e-book. Podría ahorrarme problemas, sobre todo con mi familia, que considera la invasión libresca como una plaga de langostas.

El jueves 23 de abril, Juan Goytisolo se puso su vieja corbata verde –hace 35 años que la tiene y es la única que conserva– y se dirigió al paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para recibir el Premio Cervantes 2014 de manos del rey Felipe VI. Fiel a su estilo, se rebeló contra el protocolo y rehusó vestir el chaqué ceremonial. Tampoco se enfundó un traje oscuro. Un saco de tono verdoso y unos pantalones de color gris completaron su atuendo. Informal y heterodoxo, el escritor barcelonés culminaba un largo trayecto, signado por su espíritu indómito y contestatario, lo que le ha valido no pocos denuestos. Dos días antes había elogiado sin remilgos a su hermano Luis en El País, celebrando su tetralogía Antagonía como uno de los ciclos novelescos españoles más importantes de todos los tiempos. Por supuesto, a sus 84 años, le daba lo mismo que sus enemigos pudieran acusarlo de desaliño o nepotismo. No es frecuente que tres hermanos abracen el oficio de las letras y destaquen por igual. El mayor, José Agustín, se dedicó a la poesía y fue una de las voces más apreciadas de la generación del medio siglo, la de “los niños de la guerra”. Asolado por una honda depresión, se suicidó en 1999, a los 71 años. El menor, Luis, llamó la atención como novelista desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve en 1958, con apenas 23 años. Por su parte, Juan también rompió sus primeras armas a esa edad y alcanzó una rápida notoriedad. Luego de una primera etapa en la que cultivó una prosa más clásica y un tanto lírica, dio un giro radical con Señas de identidad (1966), inicio de una trilogía de corte experimental que renovaría la adocenada novela española y lo convertiría en el compañero de ruta de la revolución literaria que había estallado al otro lado del Atlántico: el ‘boom’ latinoamericano.

Cuando muere un escritor, el mayor homenaje que uno puede hacerle es abrir un libro suyo. El fallecimiento de Eduardo Galeano me llevó a leer una colección de sus cuentos que siempre me había sido esquiva: Vagamundo (1974). Fue una agradable sorpresa, pues allí asoma un narrador muy imaginativo, dotado con un aliento lírico que empapa sus historias con una prosa luminosa y sugerente, tallada con esmero. No obstante, debo admitir que el uruguayo nunca había sido un santo de mi devoción. ¿Por qué? Ante todo por sus excesos: su vena lírica tendía a desbordarse y podía resultar tan impostado como empalagoso. Sin embargo, en Vagamundo logra un admirable equilibrio entre el ímpetu poético y la tentación de recargar los tintes dramáticos de las peripecias de sus personajes. Porque a Galeano le costaba desprenderse del sentimentalismo, lastre que arrastra una de sus obras más ambiciosas, la trilogía Memoria del fuego (1982-1986). Esta falta de control emotivo socava los cimientos de lo que pudo ser un magnífico fresco narrativo, dada la imbricación de historia, crónica y ficción, una simbiosis de géneros que anticipaba las exploraciones que campearían en los años venideros.

Después de mucho tiempo, he vuelto a leer a John Steinbeck. Como suele ocurrir con los escritores que se disfrutan en la adolescencia y que se dejan de frecuentar, temía experimentar una decepción. Sin embargo, el rescate de su obra que ha emprendido el sello español Navona, luego de que el autor estadounidense fuera confinado en una suerte de purgatorio literario, me animó a procurarme una novela suya que siempre había querido leer. Me refiero a Cannery Row, que apareció hace exactamente setenta años, al término de la Segunda Guerra Mundial.

En los últimos tiempos, la película Cincuenta sombras de Grey ha suscitado gran alboroto por su temática sexual. Está basada en la novela de E. L. James, que ha vendido cien millones de ejemplares en 52 idiomas. Su arrollador éxito es inexplicable, pues se trata de una obra muy pobre, que carece de aquellos recursos narrativos que suelen desplegar los bestsellers más eficaces. Peor aún, su adaptación al cine –a cargo de Sam Taylor-Wood– ha sido infortunada, lo que no ha impedido que se convierta en el estreno más taquillero del año. Esto nos lleva a preguntarnos si una campaña de márketing puede suplir las deficiencias evidentes de un producto.

Hace quince años, Mario Vargas Llosa llegó a Alejandría y se adentró por las callejuelas del otrora barrio griego. Como buen fetichista literario, se empeñó en buscar el número 10 de la antigua calle Lepsius (ahora llamada Charm-el Sheik), que fue el domicilio del poeta Constantino Cavafis (1863-1933). Su entusiasmo por la obra de este extraordinario autor griego se remontaba a varias décadas atrás, cuando leyó las versiones francesas de Marguerite Yourcenar. Desde entonces, no cesó de frecuentar sus versos, devoción que lo ha llevado a pergeñar El alejandrino, un poema a manera de homenaje que acaba de publicar, junto con cinco litografías de Fernando de Szyszlo, en una preciosa edición de Arte Dos Gráfico (Bogotá, 2014). Como se recordará, ambos ya habían perpetrado una aventura similar con el mismo sello bajo el título de Estatua viva (2004).

La reciente aparición de Todas las sangres. Cincuenta años después, un volumen colectivo editado por la infatigable estudiosa arguediana Carmen María Pinilla y publicado por el Ministerio de Cultura, nos anima a recordar a José María Arguedas en sus años postreros. La última década de la vida del escritor fue muy accidentada, tanto en el ámbito personal como en el literario. Su ambiciosa novela Todas las sangres (1964) motivó una controversia que afectó su frágil equilibrio emocional. En una mesa redonda realizada en el Instituto de Estudios Peruanos, que congregó a destacados científicos sociales y literatos, se cuestionó su visión del mundo andino y de la sociedad peruana, lo que le causó un profundo desánimo y le hizo preguntarse si no había vivido en vano.

El debut en Lima de Wynton Marsalis y la orquesta de jazz del Lincoln Center es un acontecimiento que nos remite al memorable concierto que ofreciera la big band de Duke Ellington en el antiguo Teatro Municipal en 1972. La comparación resulta válida en la medida en que la primera ha querido seguir el modelo de la segunda, pero se desbarata al comprobar que la altísima creatividad e innovación de la empresa del maestro Ellington tienden a diluirse en el proyecto liderado por Marsalis.

La inminente publicación de una nueva novela de Harper Lee, quien se hizo célebre por Matar a un ruiseñor (1960), ha suscitado un enorme revuelo. Después de todo, parecía improbable que la escritora estadounidense fuera a romper un silencio literario de… ¡cincuenta y cinco años! Como se sabe, luego de su avasallador éxito inicial, no volvió a publicar más, lo que dio pábulo a un sinfín de especulaciones.

En vísperas de cumplir 97 años, ha muerto la actriz Louisa Colpeyn. Lo más probable es que su nombre no le diga nada al lector, pues se trata de una figura secundaria del cine y teatro francés. Asumió con oficio pequeños roles, uno de ellos en la entrañable Banda aparte de Godard. Sin embargo, si ahora merece nuestra atención, ello se debe a que era la madre de Patrick Modiano, el último Premio Nobel de Literatura. Como se sabe, el escritor tuvo una relación muy conflictiva con ella y no vaciló en retratarla con dureza en sus novelas.

Cuando el poeta Antonio Cisneros llegó a Londres, en 1967, Mario Vargas Llosa le presentó a Guillermo Cabrera Infante, quien se había establecido en esa ciudad. Según Cisneros, el escritor cubano, a diferencia de la actitud lúdica y el ingenio verbal que derrochaba en su prosa literaria, no se distinguía precisamente por su humor. Lo que era comprensible, dada su situación. Después de todo, había tenido que salir de Cuba debido a sus crecientes discrepancias con el rumbo que estaba tomando la revolución. Cabe recordar que Cabrera Infante había apoyado la causa fidelista, pero su entusiasmo había empezado a mermar a raíz de las primeras manifestaciones de censura del régimen, como refiere en su novela póstuma Mapa dibujado por un espía. Finalmente, en 1965, el escritor decidió partir al exilio.

A sus 78 años, Mario Vargas Llosa ha desconcertado a tirios y troyanos al debutar como actor en Madrid, en una obra escrita por él mismo. Es cierto que ya había hecho sus pininos en una serie de espectáculos (La verdad de las mentiras, Odiseo y Penélope, Las mil noches y una noche), pero se trataba de una suerte de lecturas dramatizadas y no de puestas en escena con todas las de la ley. Todo comenzó como un acto literario que apelaba a una ligera representación para ilustrar una charla sobre sus cuentos favoritos, inspirado por un montaje de Alessandro Baricco. A la larga, Vargas Llosa, quien siempre ha sido un apasionado del teatro, descubrió que su intervención en las tablas le resultaba más placentera de lo que sospechaba y que se le abría otra fuente de posibilidades expresivas. Entre estas, la más atractiva e irresistible era la de actuar. Es decir, asumir en carne y hueso el rol de un personaje que ha emergido de su imaginación y que, al menos, durante la función, se materializará a través de él.

Aunque nací una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial, recuerdo que durante mi infancia los ecos de la contienda aún seguían reverberando en la conversación de los mayores. Además, los soldaditos con los que tanto me gustaba jugar reproducían las armas y uniformes de las fuerzas beligerantes, y, por supuesto, muchas de las películas y teleseries de entonces recreaban episodios de aquella lucha. Fue en esas circunstancias que me enteré de la barbarie nazi que había acabado con la vida de millones de judíos y de la existencia de los campos de concentración y exterminio. Y hasta ahora no he olvidado el impacto que me causó ver, en un fascículo de una enciclopedia sobre la guerra que coleccionaba mi padre, la fotografía en que un SS apuntaba con una metralleta, detrás de una alambrada de púas, a un niño aterrado que debía de tener mi edad y que llevaba una gorra que se parecía mucho a la mía.

Cuando el poeta inglés Robert Graves llegó a Deyá en 1929, se quedó cautivado de inmediato. El pequeño pueblo mallorquín estaba asentado sobre el flanco de una montaña y sus habitantes eran campesinos y pescadores. No tenía electricidad, pero contaba con una luz natural que dejaba una estela áurea flotando en el ambiente. Según Graves, gran conocedor de la cultura grecolatina, Mallorca formaba parte de las míticas islas de las Hespérides, adonde se dirigió Hércules en pos de las manzanas de oro, que, en realidad, eran naranjas a las que el sol daba un brillante tono dorado.

“Todo está perdonado”, dice un Mahoma compungido y al que se le escapa una lágrima en la nueva carátula de la revista Charlie Hebdo, que vuelve a circular luego del ataque terrorista a su redacción, que acabó con la vida de 12 personas y que ha sido reivindicado por Al Qaeda. Una portada elegante, por decir lo menos, si pensamos en la irreverencia habitual del semanario de humor, pero, ante todo, lúcida y significativa en la medida en que no incurre en la islamofobia y, más bien, tiende una mano a toda aquella mayoría musulmana que no comulga con el terror.

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Vargas Llosa vuelve al cuento y lo hace de una manera formidable con El barco de los niños (Alfaguara, 2014), una hermosa historia inspirada en un relato de Marcel Schwob, La cruzada de los niños, que despertó la admiración de Borges y se inserta en lo que podríamos denominar literatura heterodoxa. Schwob pergeñó una obra inusual, a caballo entre la narración y el poema en prosa, conformada por varias voces –monólogos que, según los especialistas, anticipan Mientras agonizo de Faulkner–, y que influyó decisivamente en el autor de Historia universal de la infamia.

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La exposición que Jaime Higa ha inaugurado en el Centro Cultural Peruano Japonés nos ofrece una oportunidad inmejorable para acceder a las letras niponas. El artista nikkei ha pintado interesantes retratos de un selecto conjunto de escritores japoneses del siglo XX, nómina que abarca desde Kawabata y Oé, ambos galardonados con el premio Nobel, hasta figuras recientes como Banana Yoshimoto y Murakami, pasando por Akutagawa, Tanizaki, Mishima, Endo y Abe, entre otros autores esenciales. Por supuesto, la muestra incluye a Osamu Dazai (1909-1948), un narrador legendario y maldito, cuya obra finalmente ha sido tomada en cuenta por las editoriales de lengua española, como lo prueban las recientes traducciones de sus libros.