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Opinión

Cuando Ernest Heming-way y Orson Welles se conocieron, casi se matan a silletazos. Corría el año 1937 y la guerra civil española se volvía cada vez más cruenta. Con el fin de apoyar la causa republicana, el novelista había escrito el texto del documental Tierra de España, dirigido por Joris Ivens. Welles aún no había incursionado en Hollywood, pero, a sus 22 años, ya era una figura del teatro. Por tanto, se le encargó la narración, que sería grabada mientras se proyectaba la película.

Sin embargo, ni bien llegó al estudio, opinó que el texto era redundante. Hemingway montó en cólera e insinuó que el actor debía de ser un marica. Entonces, Welles fingió una voz afeminada y se burló del escritor, quien, indignado, cogió una silla y arremetió contra él. El futuro cineasta no se arredró y levantó otra silla. Luego, en plena trifulca, los contrincantes se percataron de lo absurdo de la situación, ya que en la pantalla desfilaban los rostros acongojados de las víctimas de la guerra. Los dos gigantes estallaron en carcajadas y, para remontar sus diferencias, optaron por trasegar una botella de whisky, con lo que sellaron su nueva amistad.

Aunque eran muy distintos, ambos coincidían en su fascinación por España y el toreo. Serían deslumbrados por el arte de Antonio Ordóñez, con quien trabarían una estrecha amistad. No obstante, al realizador le incomodaba que Hemingway anduviera con un séquito de admiradores, ante el cual se sentía obligado a representar un papel, en consonancia con su leyenda.

Nos hemos acordado de esta pugna ahora que se celebra el centenario de Orson Welles y se anuncia el rescate de su película inédita El otro lado del viento. Su protagonista es un viejo cineasta cuyo carácter ha sido modelado a partir de Hemingway y la historia transcurre el último día de su vida, un 2 de julio (¡la misma fecha del suicidio del escritor!). En su primera versión, el guión presentaba a un novelista estadounidense mayor, de temperamento machista, que ha perdido sus facultades creativas. Vive en España, donde se obsesiona por un joven torero, lo que deja entrever una atracción homosexual. Al final, Welles decidió cambiar la profesión de su personaje, pero la asociación con Hemingway en su fase de decadencia es inevitable.

No sabemos qué pretendía el director, aunque, en honor a la verdad, habrá que decir que su pasión por Ordóñez no fue menos intensa (tanto así que sus cenizas reposan en Ronda, la ciudad del torero). En cuanto al escritor, no resulta difícil imaginar su reacción ante semejante osadía. Sin duda, se habría reanudado aquella pelea interrumpida tantos años atrás, cuando ambos colosos libraron un curioso duelo a silletazo limpio.


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