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Opinión

James Salter murió hace unas semanas, nueve días después de celebrar sus 90 años. Era el último de los grandes escritores norteamericanos de su generación, aquella que surgió luego de la Segunda Guerra Mundial (Mailer, Styron, Capote, Vidal, Baldwin, Vonnegut, Matthiessen, entre otros). Sin embargo, fue el menos reconocido, quizá porque se mantuvo al margen de los círculos intelectuales o porque su obra no encajaba dentro de la corriente principal de la literatura estadounidense. En todo caso, se impuso como uno de los mejores novelistas que han escrito sobre la pasión de volar, digno de figurar al lado de Saint-Exupéry.

Nacido en Nueva York, en 1925, se llamaba James Horowitz, nombre que cambió por el de James Salter. Se ha insinuado que pretendía ocultar sus orígenes judíos, aunque lo más probable es que quisiera evitar conflictos con su profesión militar. Hijo de un coronel, estudió en West Point y se unió a la Fuerza Aérea, donde escribía en sus tiempos muertos. Cuando estalló la guerra de Corea se ofreció como voluntario y en 1952 fue destinado al frente. Piloto de combate, cumplió más de cien misiones a bordo de un F-86 Sabre y llegó a derribar un MiG ruso. Su primera novela, la notable Pilotos de caza (1956), abordó esa experiencia. Hollywood compró los derechos para el cine, lo que animó a Salter a dejar su carrera de aviador. Fue una decisión difícil, pues había sido ascendido a mayor, tenía una familia que mantener y, sobre todo, le encantaba volar.

A partir de ese momento, Salter se ganó la vida como guionista, ya que sus novelas nunca fueron un éxito de librería. Su oficio le permitió pasar temporadas en Europa, lo que se tradujo en una fascinación por su cultura y un cosmopolitismo que impregnaría sus historias. El escritor desarrolló una actitud hedonista y refinada que tuvo su correspondencia literaria. Así, se esmeró por cincelar un estilo pulcro, que privilegia lo esencial y deslumbra por su sutileza y elegancia. Según reveló, disfrutaba al “frotar las palabras entre ellas, como si las tuviera en su mano cerrada”. James Salter no escribió mucho –apenas seis novelas y dos colecciones de cuentos–, pero recreó un mundo en el que la incertidumbre de la búsqueda existencial es combatida con el goce de unos cuantos placeres terrenales. En una ocasión, describió su exquisita visión del arte de escribir de esta manera: “Es por el proceso de eliminación que obtienes la esencia de las cosas. Es como cuando sostienes una hoja contra la luz y el sol te muestra sus nervaduras. Me gusta concentrarme en ellas”.


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