23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

El 4 de agosto de 1942, Orson Welles llegó al Perú como embajador de buena voluntad del gobierno norteamericano. Luego del ataque a Pearl Harbor en diciembre del año anterior, EE.UU. había entrado en la guerra mundial y necesitaba estrechar sus lazos con América Latina. El cineasta había deslumbrado a Hollywood con su primera película, Ciudadano Kane (1941), pero era más conocido por la conmoción que había causado su adaptación radial de La guerra de los mundos de H. G. Wells, en 1938. Se hospedó en el hotel Bolívar, donde fue entrevistado por el periodista Alfonso Tealdo, quien le invitó un pisco sour en el bar inglés. Según la leyenda, le gustó tanto la bebida que se tomó nada menos que… ¡23 vasos de tamaño catedral! Fueron cinco horas de charla. Tealdo recurrió a un intérprete, aunque no tardó en prescindir de él. Según reveló, no es que adquiriera una repentina fluidez en inglés, sino que el ilustre entrevistado aprendió de inmediato el idioma del pisco sour.

Hemos recordado esta proeza espirituosa a propósito del centenario del realizador, que se celebra este año. Orson Welles luchó febrilmente por materializar sus sueños, a tal punto que se rebeló contra las restricciones de la industria hollywoodense y decidió emigrar a Europa. Allí se desempeñó como cineasta independiente y financió sus proyectos con sus trabajos de actor. Obsesivo y desmesurado, se esforzó por combinar su temperamento hedonista con una inusual entrega a su quehacer creativo, donde sobresalió por su originalidad y audacia. Era un verdadero autor, una suerte de hombre-orquesta (como llegó a describirse en unas memorias aún inéditas), con un radio de acción que abarcaba desde el teatro, la radio y el cine hasta la televisión y la literatura. Es verdad que consiguió sacar adelante algunas películas memorables, pero también dejó varias obras inconclusas, a las cuales volvía una y otra vez como un escritor que corrige sin cesar sus borradores. En buena cuenta, su genio fue un arma de doble filo, pues su perfeccionismo le impedía ceñirse a los presupuestos y cumplir los plazos acordados.

Cuando Welles vino a Lima, acababa de sufrir una gran decepción: su segunda cinta, Los magníficos Amberson (1942), había sido mutilada por los productores. No solo le habían quitado una hora de metraje, sino que el final había sido sustituido por otro más feliz. El director debía de sentirse muy contrariado, ya que estaba convencido de que esta película era mucho mejor que Ciudadano Kane. Para colmo, se había peleado con Dolores del Río. De ahí que no le importara afrontar los efectos devastadores de 23 pisco sours tamaño catedral.


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