23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

Cuando muere un escritor, el mayor homenaje que uno puede hacerle es abrir un libro suyo. El fallecimiento de Eduardo Galeano me llevó a leer una colección de sus cuentos que siempre me había sido esquiva: Vagamundo (1974). Fue una agradable sorpresa, pues allí asoma un narrador muy imaginativo, dotado con un aliento lírico que empapa sus historias con una prosa luminosa y sugerente, tallada con esmero. No obstante, debo admitir que el uruguayo nunca había sido un santo de mi devoción. ¿Por qué? Ante todo por sus excesos: su vena lírica tendía a desbordarse y podía resultar tan impostado como empalagoso. Sin embargo, en Vagamundo logra un admirable equilibrio entre el ímpetu poético y la tentación de recargar los tintes dramáticos de las peripecias de sus personajes. Porque a Galeano le costaba desprenderse del sentimentalismo, lastre que arrastra una de sus obras más ambiciosas, la trilogía Memoria del fuego (1982-1986). Esta falta de control emotivo socava los cimientos de lo que pudo ser un magnífico fresco narrativo, dada la imbricación de historia, crónica y ficción, una simbiosis de géneros que anticipaba las exploraciones que campearían en los años venideros.

En cuanto a su itinerario político, Galeano pertenecía a aquella generación de escritores comprometidos, en la estela de Sartre, que se rebelaron contra los atropellos del poder en la década del sesenta, cuando el triunfo de la revolución cubana avivó la utopía de izquierda en nuestro continente. En ese sentido, su libro Las venas abiertas de América Latina (1971) fue la reafirmación de su credo político y una clamorosa denuncia de las tropelías causadas por los imperios español, inglés y estadounidense a lo largo de los siglos. Sus imputaciones eran justificadas, pero su visión adolecía de maniqueísmo y de una marcada propensión a simplificar hechos de economía política cuya complejidad exigía un análisis menos apasionado y más especializado.

El problema de Galeano fue su obstinación en seguir defendiendo lo indefendible, como ocurrió en el caso de Cuba. Mi impresión es que llegó a esa cota de compromiso en que ya no había vuelta atrás. Algo similar sucedió con García Márquez y Cortázar, quienes, bajo el argumento de no dar armas al enemigo, prefirieron pasar por alto abusos e injusticias que jamás habrían tolerado en otros gobiernos. Más aún, el autor de Rayuela apeló al subterfugio de los llamados “accidentes de trayecto” para condonar los tropiezos y retrocesos que empezaban a enturbiar irreversiblemente los ideales de la revolución. Un argumento que debía venirle como anillo al dedo a Galeano para sustentar su lealtad con Cuba.

En realidad, el escritor uruguayo se llamaba Eduardo Hughes, aunque, desde muy joven, optara por su apellido materno, Galeano, como “nom de plume”. Como él mismo aclaró, eso no fue por rechazo a su padre. Y tampoco, como aventuraron algunos fanáticos, para librarse del estigma de un nombre de origen imperialista. Simplemente, era un apellido difícil de pronunciar.


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