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Opinión

Finalmente murió Fidel Castro. Su hermano Raúl, en un escenario de fotos añejas, leyó una escueta nota informativa. En Miami, las víctimas de esta dictadura mesiánica que fueron exilados por tener un negocio, por ser ex-crédulos o no ser obsecuentes y que humilló llamándolos “gusanos” festejaron ruidosamente. Como todo malvado que no es frenado a tiempo, Fidel Castro modificó la historia. Cientos de miles de jóvenes muertos y décadas de atraso dejó su alucinación épica. Sus encantados fieles, igual que las locas que quieren casarse con Mason, bendicen con grandilocuencia poética ese reguero de sangre y miseria que dejó su titán. Siguiendo la pedagogía stalinista, sedujo con viajes y halagos a la gente de cultura del continente y así endulzó a su verdadero objetivo: la infiltración de los ejércitos y de la política continentales. Salvo Nicaragua, sus guerrillas fueron derrotadas. Triunfó en Angola. Cuando la Unión Soviética prescindió de sus servicios mercenarios en África, hizo una reingeniería empresarial, con otra madurez política, y fundó el socialismo del siglo XXI, un modelo de democracia fascista con el que conquistó media docena de países del continente para hacer, como en Angola, extorsión y negocios criminales. A pesar de su retórica, a EE.UU. no lo afectó como se desgañita en creer su manada de borregos seguidores.

Para continuar en el poder cuando llegara la muerte del caudillo mesiánico, los Castro dispusieron que el Ejército maneje todas las corporaciones de negocios del Estado cubano. Vano esfuerzo. La única magia que cohesiona a los despiadados modelos mesiánicos es el mismo caudillo mesiánico. Al desaparecer físicamente, desaparece el cohesionante político que es la espontánea reverencia del pueblo con la autoridad y, por tanto, el modelo se empieza a desplomar.


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