La actual huelga de maestros es un síntoma de la decadencia del sector educación.
Según el Foro Económico Mundial, nuestro sistema se ubica en el puesto 127 de 138 países, hecho que refleja la persistente ausencia de reformas estructurales. Por ello, en aras de mejorar, haríamos bien en aprender del sistema finlandés, considerado uno de los mejores del mundo.
Hace décadas, Finlandia entendió que la educación es vital para asegurar la movilidad social, volviéndola así una prioridad nacional.
Esto explica por qué los finlandeses gastan el equivalente al 6.8% del Producto Bruto Interno (PBI), cifra que, al compararla con nuestro modesto 3.6%, anima a cualquiera a emitir la apresurada opinión de que “incrementar los gastos en educación es la solución”. No tan rápido, la realidad dista de ser tan simple.
El éxito del sistema finlandés radica en la confianza y la competencia. Por un lado, ser educador o profesor en dicho país es casi un privilegio, ya que para ello es necesario (i) contar con al menos una maestría y (ii) pertenecer al décimo superior de los graduados en su especialidad.
Por ello, los profesores en Finlandia son igual de prestigiosos que sus médicos.
Por otro lado, a pesar de ser financiado por el Estado, el sistema fomenta una competencia agresiva. Por ejemplo, los profesores están incentivados a ofrecer la mejor educación posible, ya que si no se supera una cantidad mínima de alumnos, las escuelas deben cerrar.
Asimismo, la estabilidad laboral absoluta de docentes es inexistente, ya que los maestros pueden ser despedidos si no desempeñan sus funciones de manera adecuada.
Mejorar la calidad profesional y ética de nuestros docentes es fundamental. Sin embargo, esto será imposible si estos se niegan a ser evaluados y, ante ello, no se les pueda sancionar con el despedir.
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