23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

Cuando el poeta inglés Robert Graves llegó a Deyá en 1929, se quedó cautivado de inmediato. El pequeño pueblo mallorquín estaba asentado sobre el flanco de una montaña y sus habitantes eran campesinos y pescadores. No tenía electricidad, pero contaba con una luz natural que dejaba una estela áurea flotando en el ambiente. Según Graves, gran conocedor de la cultura grecolatina, Mallorca formaba parte de las míticas islas de las Hespérides, adonde se dirigió Hércules en pos de las manzanas de oro, que, en realidad, eran naranjas a las que el sol daba un brillante tono dorado.

Las casas de piedra de Deyá se arremolinan en torno a una vieja iglesia flanqueada por cipreses, frente a un monte de mil metros de altura llamado Es Teix (El Techo). Limoneros, higueras y naranjos, así como centenarios olivos, inundan sus campos de labranza. Debido a lo escarpado del paisaje, se han construido terrazas para el cultivo, protegidas por muros de piedra, a la manera de los andenes incas. Deyá se alza en la sierra de Tramuntana y creció de espaldas al mar, para protegerse del viento y de los ataques de los corsarios. Sin embargo, basta con descender por un sendero durante unos 20 minutos para dar con una cala de pescadores y sumergirse en el azul intenso del Mediterráneo.

Mallorca le dio a Robert Graves el sosiego que necesitaba para su oficio, las posibilidades de subsistir con poco dinero y un paisaje rural de una deslumbrante belleza. Otro autor, el alemán Albert Vigoleis Thelen, también cayó bajo su hechizo y se instaló en Palma, como refiere en esa extraordinaria novela autobiográfica que tituló La isla del segundo rostro. Por desgracia, la estadía de ambos se truncó en 1936, cuando estalló la guerra civil en España y los franquistas tomaron las Baleares. Fue un periodo aciago que violentó la tranquilidad isleña y que impulsó a otro ilustre residente, el novelista francés Georges Bernanos, a escribir Los grandes cementerios bajo la luna, una de las denuncias más francas y descarnadas de los atropellos cometidos por las fuerzas fascistas.

Graves regresó a Deyá después de la Segunda Guerra Mundial y permaneció allí hasta su muerte, en 1985, a los 90 años. En los 60, Mallorca se convirtió en un lugar de peregrinación para los hippies, que llegaban atraídos por la aureola del excéntrico inglés que vivía en la montaña y por un paisaje que se parecía mucho a la idea del paraíso. Desde luego, entre los visitantes abundaban los escritores y artistas, pero nadie causó más conmoción que Ava Gardner cuando acudió a presentarle sus respetos a Robert Graves, quien la había ungido como musa.

Por cierto, el poeta había arribado a la isla recomendado por Gertrude Stein, quien le había advertido: “Mallorca es el paraíso, si puedes soportarlo”.


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