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Opinión

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Hace muchos años que la academia otorga los Nobel de Economía a las matemáticas, y no a la economía. En verdad, y si nos guiamos por los resultados de las comprobaciones, sería más a la política que a la economía. Se premia –hace mucho– a los modelos estadísticos que mejor comprueben las aspiraciones político-económicas de la academia, de los economistas del establishment, y de la gigantesca masa de políticos y oenegés alineadas a dicha práctica.

Me explico. Hasta hace relativamente poco, fines del siglo XIX, la economía era una rama de estudio de la acción humana; a diferencia de la psicología, que lidia con las razones detrás de ciertas acciones, la economía lidia con las implicancias de las acciones cuando estas están dirigidas a intercambiar bienes o servicios. Eso era (debería ser) el foco de la economía: entender la acción de los individuos (agentes) respecto a los intercambios de bienes y servicios.

A partir de la introducción de las matemáticas a fines del siglo XIX, la ciencia económica (o la mayor parte de ella) giró hacia modelar los comportamientos, tratando así de predecir resultados de tales o cuales acciones. La economía nunca pretendió, en principio, ser predictiva; hoy, con base en constructos matemáticos, y señalando las limitaciones, se derivan proyecciones de todo tipo: mercados, tasas de interés, costes regulatorios, en un larguísimo etcétera.

Esto, valgan verdades, es un bluff gigantesco. Todo “buen trabajo” económico de hoy se resume en cuál es la correlación entre tal o cual variable (asumiendo, por supuesto, que todo el resto de realidades –variables en dixit económico– se mantienen constantes, lo cual es un desvarío). ¿Si es así de sencillo, por qué nadie puede aún predecir con cierto grado de exactitud los movimientos bruscos de los mercados, como el de esta última semana (y de paso, hacerse rico)? Porque es una mentira, una fábula. A lo mucho sirve para observar trayectorias, por dónde venimos y –si todo sigue igual– cuál es el sendero establecido con un inmenso grado de incertidumbre, pero nada más.

Todo este rollo filosófico fue motivo de un debate, acalorado por cierto, entre aquellos que pretendían mantener a la economía a salvo de estos conjuros matemáticos y aquellos que veían en los guarismos la panacea de la justicia social. Ganaron, como sabemos, los matemáticos. Y así nació la escuela neoclásica. Empezó con Marshall, pasó por Samuelson y llegó a convertirse en lo que hoy es la ortodoxia económica (mainstream economics).

Pero el problema de fondo persiste: están tratando de entender el comportamiento humano, en cuanto a los intercambios de bienes y servicios, sobre la base de sintetizar un conjunto de las observaciones (data limitada en espacio y tiempo) y se tabulan buscando explicar determinados fenómenos a partir de dichas observaciones. Esto suena a chino, pero si vamos en la búsqueda de un trabajo académico que nos sirva como ejemplo, tal vez se entienda mejor.

Para ello, ingrese a un buscador (usaré Google como referencia) e introduzca una serie de variables –ingresaré dos variables “labour costs” (costos laborales) y “technology” (tecnología)–, seguido de “pdf”. Enter. Listo: 5’560,000 resultados, 0.37 segundos después, aparecen en una larga lista de estudios económicos que relacionan ambas variables.

Escogí uno que parece interesante: “Los impactos de la tecnología, el comercio y el outsourcing en el empleo y la composición laboral”, por Catherine Morrison y Donald Siegel, ambos de la Universidad de Nottingham. El estudio se basa en un constructo ilegible para un no-matemático de experiencia, y llega a un conjunto de resoluciones: la tecnología impacta en los movimientos en la composición del mercado laboral a favor de los trabajadores mejor educados, el comercio también tiene un impacto negativo en los trabajadores menos educados, etc. Muy bien; pero en el fondo, ¿qué es esto? ¿Se puede, a partir de dichas correlaciones, establecer políticas públicas? Pues sí, y no.

Esto, hay que tenerlo presente, es historia, no una verdad axiomática. Los resultados están sujetos a un universo limitado, con un conjunto muy limitado de variables y basado en un tiempo determinado. ¿Nos sirven estas conclusiones para establecer políticas económicas en Francia, Perú o Burkina Faso? Por supuesto que no.

Pues eso es lo que premia, hoy en día, la academia. Y con ese tipo de premiaciones lo que estamos es incentivando a la nueva generación de matemáticos (porque, al final, eso son) a usar guarismos para (tratar de) entender el comportamiento humano. Es una locura, sin dudas, pero una en la que estamos inmersos desde hace 114 años. Mientras, nuestra clase política imparte regulaciones por doquier y a nadie le preocupa qué incentivos crea en el hombre de a pie.


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