23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

La escena oficial –los eternos intercambios de golpes entre los políticos– esconde tanto la indignación y la frustración como una desafección radical con las instituciones de la democracia liberal y la legalidad.

En los últimos 14 años el Perú ha crecido económicamente, se han incrementado las clases medias, se ha reducido la pobreza, y el Gobierno Central y los regionales gastan más. Pero la frustración y la desafección siguen incólumes. La razón es que los tres gobiernos democráticos del presente siglo han conducido el país con piloto automático y el MEF ha sido su principal brazo operativo para manejar el Estado.

Sin embargo, vale la pena distinguir entre la indignación y la desafección con el régimen político y la conducción de la economía: la indignación se traduce en crítica y protesta, y reclama participación y representación. Esta indignación se expresó en las movilizaciones contra la ‘ley Pulpín’, razón y excusa para expresar la protesta. La desafección, que se traduce en el pragmático “yo la hago solo, con mi familia”, al margen de un Estado y una ley con la que no hay identificación, indica la ruptura de vínculos comunitarios en la sociedad.

La indignación y la de-safección se reflejan también en que cerca de la mitad de los consultados por las encuestadoras dicen que no votarían por Keiko Fujimori, Alan García ni PPK. Queda claro, así, que ninguno de los candidatos más voceados para el 2016 representa a esa amplia franja de peruanos.

El país vive en la precariedad, con un mundo político que se dispara a los pies y mantiene una escasa conexión con lo que le interesa a los ciudadanos. Esto alienta no solo la aparición del outsider electoral, sino también abusos como la destrucción de una parte de la vivienda de Máxima Acuña de Chaupe, en Cajamarca, por orden de una empresa minera (Yanacocha), o la sentencia judicial que pasa por agua tibia comportamientos nefastos de la Policía, como en el caso del asesinato de Gerson Falla.


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