23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

En los últimos tiempos, la película Cincuenta sombras de Grey ha suscitado gran alboroto por su temática sexual. Está basada en la novela de E. L. James, que ha vendido cien millones de ejemplares en 52 idiomas. Su arrollador éxito es inexplicable, pues se trata de una obra muy pobre, que carece de aquellos recursos narrativos que suelen desplegar los bestsellers más eficaces. Peor aún, su adaptación al cine –a cargo de Sam Taylor-Wood– ha sido infortunada, lo que no ha impedido que se convierta en el estreno más taquillero del año. Esto nos lleva a preguntarnos si una campaña de márketing puede suplir las deficiencias evidentes de un producto.

A riesgo de dar la impresión de sexistas, diremos que el hecho de que los autores, tanto de la novela como del film, sean mujeres no debe ser pasado por el alto. Se ha aventurado la hipótesis de que ambas obras han calado hondo en un público esencialmente femenino, sobre todo en un sector que ha sufrido experiencias traumáticas con hombres abusivos, lo que facilita su identificación con las vicisitudes de la protagonista. Pero ¿qué decir de los espectadores masculinos? ¿Será que les complace ver escenas de sumisión, donde una mujer está dispuesta a acatar sus deseos sadomasoquistas como si fuera una esclava sexual? En cualquier caso, estos aspectos no deben distraernos de la valoración intrínseca de la película. Lo que Hollywood nos está vendiendo es una producción insustancial y deslavazada, que ni siquiera cumple con satisfacer las expectativas lúbricas de la audiencia.

A lo largo de su historia, el cine ha librado constantes batallas con la censura en su afán por retratar la sexualidad. La celebración del erotismo ha dado cintas maestras como Un verano con Mónica (1952), de Ingmar Bergman, donde el intercambio gozoso de los amantes, lejos de incurrir en la obscenidad, se impone como una hermosa explosión de sensualidad. Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo los puentes. Si antes los cineastas se veían obligados a insinuar y no mostrar, ahora la desnudez explícita ha dejado de ser un tabú. Las barreras entre lo erótico y lo pornográfico se han vuelto más difusas. Tanto así que películas como El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima, o Intimidad (2001), de Patrice Chéreau, son consideradas artísticas aunque los actores copulen de verdad en escena. Otro tanto ocurre con La vida de Adèle (2013), de Abdellatif Kechiche, que se alzó con la Palma de Oro en Cannes, cuya intensidad erótica nos perturba y conmueve por igual. En suma, si Cincuenta sombras de Grey nos escandaliza no es por escabrosa, sino por mala.


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