22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

En la Ilíada, la diosa —se lo pide Homero— eleva su canto a la ira. Esa emoción que sostiene acciones decididas y alimenta, como en la obra inmortal, venganzas que nublan cualquier otra motivación y perpetran inconmutables injusticias.

Los personajes importantes de la historia y las historias —relatos— son capaces de rabia que promueve sus planes en el nivel individual y los designios de los grupos a los que pertenecen. Pero, al mismo tiempo, deben poder mostrarse abiertos a deseos ajenos, ser empáticos y generosos.

El acto heroico pone en el mismo cuerpo la capacidad de hacer y recibir daño. Vale decir, debe existir un cierto balance entre la mano que inflige una herida y la que acaricia. Casi siempre, en las mismas tramas converge el imperativo de la ternura y el de la firmeza.

Interesantemente, en la educación moderna estamos obsesionados con ambas dimensiones. Queremos, exigimos, que nuestros niños se pongan en el lugar del otro, toleren a quien es diferente, respeten la diversidad —hasta la más extrema—, pero, al mismo tiempo, esperamos que sean asertivos, ambiciosos, competitivos y emprendedores, significando lo anterior que sepan librar batallas en las que los adversarios queden regados en el camino de la victoria.

Pero cuando muestran conductas que van en uno u otro sentido, nos asustamos, preocupamos, las convertimos en síntomas y… los mandamos a terapia. ¿Por qué razón? Pues porque cuando manifiestan agresividad, vemos que no tienen consideración, y viceversa. En otras palabras, vemos en ellos futuros psicópatas o potenciales abusados. Mal negocio.


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