Cuando un talentoso diseñador desesperado por reconocimiento –algo más que desesperado, ciertamente– es descubierto impecablemente en su estúpida estafa, se inicia el usual y automático linchamiento en las redes sociales, pero lo que ninguno de los que están lanzando las piedras digitales sospecha es que más de una de las piedras ofendidas podría ser equiparada al blanco al que estas precisamente se dirigen: me refiero al evidente deseo –no siempre ansioso– de coleccionar la mayor cantidad posible de “me gusta”, es decir, de puntos de reconocimiento.
No es casual que haya sucedido poco antes de Fiestas Patrias. Sin querer, Diego Salazar, el periodista que destapó la estafa artística aludida, evidenció algo que define muy bien el espíritu nacional. Y si mencionar al “espíritu nacional” resulta exagerado, digamos que da cuenta de una invencible rutina que pinta con agudeza cómo somos los peruanos. Cuando los peruanos llegamos tarde a una reunión, tenemos la tentación de excusarnos echándole la culpa al terrible tráfico de la ciudad (y la mayoría pasa de la tentación al acto). Cuando bajamos en las encuestas, lo tomamos con calma porque sabemos que nunca se trata de un problema de fondo, sino apenas uno de comunicación (y la comunicación es maquillaje, ¿no?). Cuando obtenemos una vez más una mala nota, nos disculpamos con nosotros mismos pues estamos convencidos de que el problema es el mal profesor (o el profesor exageradamente exigente). Cuando leemos una crítica negativa contra nuestro trabajo, no atendemos a los argumentos sino a la mala leche del emisor, a su mala onda. Y así etcétera. Nunca somos nosotros, sino el maldito entorno o las fuerzas oscuras o las envidias contra nuestro progreso.
Acostumbrados a esperar la cosecha sin haber cultivado, postulamos con improvisación y luego ganamos las elecciones. Pero una vez instalados allí, en el blanco de tiro, no tenemos suficiente equipo de gobierno, ni bancada solvente, ni organización política que nos respalde, tampoco prioridades y estrategias inteligentes que nos permitan cumplir eso que ofrecimos con grandilocuencia, obteniendo millones de “me gusta” electorales. Perseguimos la alegría del triunfo efímero. La gran estafa cívica.
Para conocer a un típico peruano, observa cómo trabaja. Suele poner clavos en la pared de su casa sin contar con los tres instrumentos que necesita (no importa el resultado porque el hueco quedará detrás del cuadro). Nuestra idea nacional del éxito se ha reducido a la escena donde revientan los aplausos. No existe esfuerzo, corrección ni disciplina anterior. Como el escolar que ya aprendió que lo importante es llegar primero a la meta ante el profesor, aunque algunos de sus amigos lo vean cortando camino. Si lo descubren, le echará la culpa a la presión que le metió el entrenador.
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