En las últimas semanas se ha debatido acerca de la posibilidad de que en el mediano plazo el país ingrese al grupo de la OCDE, es decir, las economías más desarrolladas del mundo. Para algunos, el objetivo es encomiable y fija un norte que debe incentivar aún más las reformas institucionales. Para otros, en los que me incluyo, es una meta que por lejana es inocua.
La última encuesta de GfK interroga a la ciudadanía sobre dicha expectativa. Para analizarla, hemos dividido a los encuestados en tres grupos según sus respuestas. Los optimistas –creen que el Perú será “Primer Mundo” en menos de 40 años– suman 37%. Los escépticos –ven la meta plausible en 50 años o más– llegan a 26%. Y los pesimistas –creen que nunca llegaremos a ese estatus– son otro 26% (11% no respondió).
A mayor nivel de ingreso, mayor afán. Quienes cuentan con mayores recursos (NSE A y B) son los más optimistas (47%), quienes aspiran a ser en algún momento clase media (NSE D) son los más escépticos (32%) y los más pobres (NSE E) sobresalen por su pesimismo (36%). Si comparamos las respuestas de Lima y del interior, los capitalinos aparecen como los más optimistas (43%); y los “provincianos”, como los más pesimistas (31%). El sueño del “desarrollo” es, por ahora, más vívido en las clases altas y centralistas; mientras que la desconfianza es pobre y provinciana.
Quizás esta segregación de la esperanza no sea novedad, pero a veces las metas “colectivas” ahondan más la diferencia al interior de los países. Este podría ser nuestro caso si las élites que las proponen –al desbordar en entusiasmo– dan la espalda a la realidad de “los de abajo”. A veces los sueños son torpes, a veces hasta aparecen serpientes.
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