Hace unos días, el presidente Ollanta Humala atribuyó lo sucedido en Pichanaki a un grupo de “agitadores profesionales” en la zona. En la misma línea, la primera dama Nadine Heredia instó al Congreso a aprobar leyes que sancionen a quienes azuzan a la población en contextos de conflictividad social. La pregunta es: ¿hay en nuestro marco legal vigente normas que sancionen ese tipo de conductas? Y, ¿no implicaría eso un riesgo de criminalizar la protesta?
En primer lugar, las leyes existen. En julio del 2006, se creó una ley que modificó el Código Penal para sancionar conductas que pusieran en riesgo la seguridad común, obstruyeran el funcionamiento de los servicios públicos –léase, bloquear carreteras, puentes-, o atentasen contra la integridad física, la propiedad pública o privada. De acuerdo con el penalista Iván Meini, estos actos comprenden delitos genéricos vinculados a la tranquilidad y orden público. Por otro lado, la figura de la instigación sugerida por Nadine Heredia ya existe. Según Meini, forzar a que la población se una a las protestas en contra de su voluntad, es decir, obligarlos a hacer lo que la ley no exige, es un delito de coacción contra la libertad que ya está previsto en nuestra legislación.
Meini señala que si bien las normas existen, el problema está en su aplicación. En sus palabras, “más allá del tema jurídico, ha habido una cautela social por parte de los operadores jurídicos para no enturbiar más las protestas”. Además, los márgenes para interpretar conceptos como “orden público” o “tranquilidad pública” son demasiado amplios. Así lo sostiene el abogado César Nakazaki, quien asegura que nadie ha sido condenado por tomar puentes o tomar carreteras.
EL ÚLTIMO REMEDIO
Lo siguiente a considerar es que el Derecho Penal debe ser el último mecanismo de solución a los conflictos sociales. De acuerdo con Nakazaki, este solo interviene cuando ya habiendo una regulación sobre la materia, fracasa. En otras palabras, que se hayan agotado otras vías para evitar que estallen estos conflictos. Por ejemplo, mejorando los mecanismos de prevención social o fortaleciendo los servicios de inteligencia. En relación a esto último, Meini destaca que los servicios de inteligencia deberían ser capaces de identificar a los personajes que azuzan a la población. Por su parte, Nakazaki cuestionó que se haya dispuesto a cerrar la DINI mientras el ministro de Energía y Minas “se encontraba sentado al lado de un azuzador que ni él conoce”.
Uno de los grandes riesgos de sancionar penalmente a azuzadores está en criminalizar la protesta social. Nakazaki destacó que quitarle a la gente su capacidad de reclamar con el pretexto de evitar desbandes, podría ser un remedio peor que la enfermedad. “Yo lo veo muy desacertado en una época donde la sociedad no encuentra respuesta en las instituciones”, alertó.
El derecho a protestar es un derecho fundamental. Si bien tiene límites, como ejercerlo de manera pacífica, sin armas y sin afectar el derecho de terceros, estos muchas veces son difíciles de dilucidar. Lamentablemente, cuando una protesta termina en actos violentos, cualquier medida preventiva es extemporánea y al estado no le queda más que la represión policial y penal. Esto no quiere decir, sin embargo, que se deban crear nuevas leyes, sino saber aplicar las existentes. En ese sentido, Meini reprocha que cada vez que existe una coyuntura de convulsión, tenga que modificarse el Código Penal. “Con esa respuesta, olvidas el problema de fondo”, señala.
Por Josefina Miró Quesada
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